LOS ESPAÑOLES DE DESPUÉS DEL GRAN TRAUMA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

07.06.2018 22:56

                “España tiene aún mucho que digerir y muy poco estómago”.

                Esta es una de las muchas frases lapidarias que Sergio del Molino consigna en una obra que ha dado mucho que hablar, La España vacía: viaje por un país que nunca fue.

                Además de consumado escritor, el autor también demuestra ser un buen cinéfilo, que sabe traer a colación una película tan soberbia como Surcos para ilustrar su pensamiento. Ninguna persona nacida a partir del siglo XX puede escapar de la visión cinematográfica, al fin y al cabo. Curtido en el oficio del escritor diario, el del periodismo, sabe llegar a los lectores con garra y con gracia. Su tono a veces burlón le permite liberar las palabras de la vulgaridad del tópico y convertirlas en la expresión de su pensamiento, algo que a día de hoy se agradece, pues no todos siguen aquella máxima del refranero de Al pan, pan, y al vino, vino.

                Con películas o sin ellas, Sergio del Molino participa a su modo de una tradición intelectual española, la del ensayo crítico que se explaya sobre los males de la Patria. Ángel Ganivet concibió España como una muchacha con vocación monjil entregada a un matrimonio por el que no tenía ninguna apetencia, que arrastraba una vida ajena a su ser, de ahí su apego al dogma de la Purísima Concepción, según aquel autor. Ortega y Gasset habló de una España carente de cohesión por razones históricas, como la alcoholización de romanismo de los indómitos germanos que la dominaron tras la caída del Imperio, de la que emanaron los problemas de los pronunciamientos y los separatismos. Años más tarde, librada la Guerra Civil, la pasión ensayística fue retomada por historiadores de la talla de Vicens Vives, que en su influyente Noticia de Cataluña explicó el carácter catalán como fruto de una dualidad, la de la agitada y urbanizada franja del litoral, con Barcelona por cabeza, frente al más conservador interior rural.

                En la hora histórica actual, del Molino también invoca otro dualismo, el de la España llena de las ciudades de la costa y Madrid, y el de la del interior, la de la España vacía tomada como objeto de su atención. La obra, con razón, se ha contemplado e incluso tratado como un libro de geografía humana, pero es algo más que un análisis más propio de un artículo especializado en demografía o estudio del paisaje, es mucho más. “Al final (se escribe), la España vacía es eso, un frasco de las esencias. Aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha cerrado muy bien”. Aquí se nos habla del temperamento de los españoles de comienzos del siglo XXI.

                Por encima de los refinamientos de la Era Digital o de la integración en la Unión Europea, durante tantos años objeto ferviente de deseo de todos nuestros modernizadores, los españoles somos mayoritariamente unos pueblerinos sumergidos en la gran ciudad, llegados aquí a partir del gran éxodo que cobró fuerza a partir de los cincuenta, el del Gran Trauma plasmado en Surcos, el de la familia patriarcal corroída por los que sucumben a las pérfidas tentaciones urbanas.

                Que las ciudades contemporáneas presentan, por desgracia, una gran cantidad de problemas de exclusión es indudable, pero debemos de poner el mensaje de Surcos en su tiempo, el de los falangistas poco complacientes con la marcha del franquismo como apunta del Molino. A día de hoy, toda persona con sentido de la justicia defiende la libertad de las mujeres para trabajar y de los jóvenes para decidir más de allá de ciertas imposiciones domésticas, que se consideran improcedentes con razón. La vida urbana no fue, ni de lejos, un camino de rosas para un sinfín de personas, pero en el agro tampoco su existencia era fácil, sometidos a las inclemencias de la naturaleza, carentes de la asistencia oportuna, a vueltas con los pagos y subordinados a los poderosos locales y a tradiciones espurias. No nos engañemos, un joven campesino de 1959 encontraba más atractivo emigrar a Barcelona que quedarse a pasar las de Caín como sus padres. Allí podría trabajar en un taller por un salario más decente que el jornal del campo, hacerse una novia con la que salir los domingos y vivir más a su aire que en su pueblo de origen.

                La gente del campo llegada a las ciudades no cambió de la noche a la mañana sus hábitos, como bien se sostiene en La España vacía. Tal todavía es recordada desde la llena, por un motivo u otro. A este respecto, los barrios han tenido un papel fundamental en este paso del pueblo a la gran urbe. En no pocos se dieron cita personas procedentes de la misma región, con usos y costumbres comunes, con sistemas de solidaridad vecinales que llegaban a ser también familiares. En el barrio no siempre se estaba a salvo del temido qué dirán ajeno, la censura del común que impedía hacer lo que proclamó en su día la desinhibida Alaska. Allí en el barrio muchos tenían su pandilla de amigos, su mercadillo antes de la floración de los centros comerciales, su oficina de la caja de ahorros o su cine de sesiones dobles de películas del Oeste y de risa. Casi nada. Cuando uno abandonaba aquel pequeño mundo en autobús o dando un buen paseo para ir al centro, llegaba a Madrid, a Valencia.

                Por mucho que los españoles hayan sido gentes rurales mayoritariamente durante siglos, han formado parte desde muy antiguo de una civilización profundamente urbana, incluso antes de la llegada de los romanos a la Península. Todo ello es de sobra conocido, y bien traído a colación por del Molino. Históricamente, los sucesivos Estados peninsulares se han establecido desde ciudades capaces de controlar un espacio más o menos amplio, lo que ha moldeado la naturaleza de nuestra vida pública. Al deseo de civilizar a las gentes del campo sumidas en el atavismo dedica el autor unas jugosas páginas, para mí las mejores de todo el libro, ejemplificadas en el verdadero cara a cara que tuvieron Luis Buñuel y el doctor Marañón por Tierra sin pan.

                En un rápido diagnóstico, diríamos que un país de campesinos de corazón está gobernado por una razón de raíz urbana. ¿Cómo conciliar un país real y otro más oficial? Veamos las soluciones que se aportan en La España vacía, que van más allá de un municipio o de una comunidad autónoma.

               “Es mucho más bíblico el vagabundeo de don Quijote que el éxodo de la Biblia, que, en comparación, fue mucho más comarcal.” El quijotismo, tan caro a nuestra intelectualidad desde hace tanto tiempo, ha ofrecido una imagen descarnada y poco complaciente de nuestro mundo rural. Mucho antes de las elucubraciones de ciertos viajeros decimonónicos, existía una España interior tremebunda alrededor de puntos como sierra Morena, donde se decían cometer atroces crímenes aireados por hojas volanderas desde el siglo XVII.

                Bécquer y sus Leyendas plantean para el autor una verdadera reconciliación con aquella España tachada de brutal. El primer paso para solucionar un problema pasa por el cambio de paradigma, de mentalidad, lo que permite liberarse de ataduras que impiden alcanzar buen puerto. Los viejóvenes que se interesan por un mundo que ha yacido abandonado tienen un gran valor, pero ¿qué soluciones pueden aportar?

                Del Molino valora el empeño de aquellos que desean dinamizar un territorio, como el de la llamada Serranía Celtibérica, por medio de la promoción del turismo cultural, entre otros medios, aunque se muestre desconfiado de su efectividad real para dar la vuelta a la tortilla. La afluencia de inmigrantes de otros rincones del mundo a varios puntos de la España interior tampoco ha alterado la dinámica de envejecimiento y marginación globalmente. Entre los individuos neorrurales se da una gran variedad de situaciones, algunas ciertamente dolorosas evocadas en el libro como la del crimen de Fago. De todo ello, bien puede deducirse que solucionar el problema de la España vacía ni es fácil ni asequible dadas sus raíces y extensión.

                Los problemas, como es bien sabido, no se solucionan por arte de magia, pero sí pueden empezar a resolverse con tesón y esfuerzo. Con bastante razón valora el autor la obra de extensión de las bibliotecas populares durante la II República de la mano de figuras como María Moliner. En Requena, por ejemplo, se interesó vivamente por la asistencia de lectores a su sala de lecturas, el uso que profesores y alumnos del instituto local hacían de la biblioteca, la presencia regular de la persona encargada, la ayuda prestada por el director del instituto a sus tareas, la dotación de espacios anejos de clasificación y catalogación, y la actitud de las autoridades municipales, incluso en los penosos momentos de la Guerra Civil. A veces se ha dicho que los españoles no somos un pueblo de lectores porque no fuimos protestantes con nuestras biblias en la mano escritas en nuestro idioma, al modo de algunos de los pioneros del Oeste de Estados Unidos, que emprendieron sus andanzas con el rifle y el libro divino. Desde este punto de vista, la II República acertó y lo que vino después no ayudó en nada a dignificar la España rural de la que tanto blasonó por razones de prestigio político conservador.

                También se muestra, a mi entender, muy acertado cuando ensalza la tarea diaria de los jóvenes maestros que todos los días se desplazan kilómetros y kilómetros para atender a los niños y niñas de esta parte de nuestro país, su mayor tesoro en el fondo y el más escaso. Desde las aulas de la escuela se puede construir de manera callada pero efectiva una sociedad mejor, algo que en Requena entendió la profesora de geografía e historia Adela Gil Crespo, que recaló en su instituto entre 1944 y 1958, con gran influencia entre sus alumnos.

                Los libros y la gente que nos enseña no son dioses capaces de dispensarnos milagros y de evitar que nos ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero sí que nos ayudan a ser mejores y a superarnos. En esto consiste la clave de todo desarrollo, en querer romper unas cadenas y en pretender tirar hacia delante, en romper la pasividad de algunas gentes de la España interior (según han sostenido algunas plataformas digitales) que asumen su condición con fatalismo y resignación. Aquí radica el gran valor de La España vacía, en llamar la atención sobre un problema y a que las personas sean ellas mismas las que cojan el toro por los cuernos, sin necesidad de intermediarios que puedan defraudarlos, por ellos mismos.

                Quizá lo mejor sea ejercer de uno mismo, y de recorrer el país como José Antonio Labordeta, viendo las cosas como son, sin tapujos. Se camina por una senda estrecha cuando no queda otra y se disfruta con un buen fuego al caer la noche. A veces no hay nada más revolucionario que ver la realidad. Un chascarrillo de la Unión Soviética decía que Brézhnev y su sequito viajaban en trenes con las ventanas a propósito blindadas. “Que los pobres no te impidan ver la belleza de sus países”, se decía en la turbadora De repente, el último verano, rodada en Begur a fines de los cincuenta. Si los españoles todavía somos gentes con un poderoso trasfondo rural, que todavía nos complacemos con los personajes de pueblo de José Mota, todavía hay solución para esta extensa porción de nuestro país, que no deja de ser por su ubicación nuestra plaza mayor, allí donde se asomaron hombres como Azorín, que humanizaron el quijotismo.

                La España vacía nos dice cómo somos las personas de este país tras el Gran Trauma según Sergio del Molino, y también nos dice cómo deberíamos de ser, más atentos a la realidad, activos y comprometidos con lo que nunca dejará de ser nuestro pueblo.