LOS ESTADOS UNIDOS DE BÉLGICA. Por Gabriel Peris Fernández.

20.07.2015 00:04

                El descontento ha sido la mayor espoleta de revoluciones de la Historia. Cuando las condiciones soportadas por las generaciones anteriores se nos muestran injustas y ridículas, el descontento tiene la partida ganada entre los que quieren conservar algo a punto de perderse o los que aspiran a conseguir algo nuevo y mejor.

                Nos hemos acostumbrado a ver las revoluciones a través del prisma de la francesa de 1789, la que liquidaría el Antiguo Régimen tras múltiples peripecias. Todos los progresistas le han tributado su homenaje y le han reservado su aborrecimiento todos los conservadores. Los historiadores han tratado de ser más medidos, aunque a veces no lo han conseguido pues también son personas con ideas, sentimientos e intereses particulares. El maestro Godechot nos advirtió que la tormenta de 1789 no estalló de repente en un cielo azul vacío de nubes.

                Europa se encontraba en un momento de cambio con los primeros pasos en algunas regiones de la industrialización. Los británicos habían encajado una severa derrota en la América del Norte, donde se estaba forjando una república que proclamaba los principios de la Ilustración. En la propia Inglaterra la agitación política había subido de tono, pese a disponer desde fines del XVII de una monarquía parlamentaria estable.

                Los aires de cambio habían llegado a una tierra de notable tradición ciudadana e inclinación comercial, los Países Bajos, divididos desde finales del siglo XVI entre las Provincias Unidas y los Países Bajos del Sur. Por el tratado de Utrecht (1713) se transfirió su dominio del rey de España al emperador del Sacro Imperio, cuya corte se emplazaba en la austríaca Viena. El obispado de Lieja se incorporó directamente al Imperio.

                                                

                Estos territorios tenían mucha importancia estratégica y comercial. Los holandeses habían sustentado desde 1648 a 1700 a sus viejos enemigos españoles por temor a los expansivos franceses, que ambicionaban su dominio sustentándose en el recuerdo de sus vínculos medievales. Tropas holandesas ocuparon parte del territorio, pese al dominio nominal del emperador, e impusieron el pago anual de medio millón de escudos para mantener las guarniciones de las ocho plazas fronterizas de seguridad frente a Francia. Los franceses no tuvieron grandes dificultades en penetrar militarmente cuando así lo desearon y la tutela holandesa apareció como intolerable, máxime cuando impuso el cierre de la desembocadura del Escalda.

    

                Los austríacos concibieron proyectos de dinamización mercantil de su heterogéneo imperio a través de Italia y los Países Bajos, lo que no agradó a los británicos. Durante décadas mantuvieron el sistema de gobierno provincial y municipal, ganándose la colaboración de la nobleza y de la clerecía. Mantuvieron en cierta medida el sistema de gobierno indirecto de los archiduques de la casa de Habsburgo de la primera mitad del XVII.

                Entre 1748, año de finalización de la guerra de sucesión austríaca, y 1781 el equilibrio se mantuvo, pese a las difíciles condiciones de vida de parte de la población menestral y trabajadora. Entre los más conscientes iban ganando espacio las ideas ilustradas.

                En 1781 José II visitó los Países Bajos como el primer soberano que lo hacía desde Felipe II en 1559. Fue muy aplaudido cuando expulsó a los holandeses, pero su temperamento idealista y de decisión rápida le condujo a una fortísima colisión con los potentados locales. Modelo de déspota ilustrado que admiraba profundamente al prusiano Federico II, enemigo de los Habsburgo durante muchos años, puso en ejecución el regalismo o política de completa subordinación de la Iglesia Católica al Estado. En muchos de sus dominios estalló la polémica y en los Países Bajos la alta clerecía protestó contra sus reformas.

                José II también intentó someter de manera más estrecha a las instituciones locales, guardianas de los viejos privilegios y leyes, como los Estados y el Consejo de la provincia de Brabante. Muchos disidentes protestaron airadamente y tuvieron que exiliarse en la vecina Holanda y en otros países.

                La rebelión prendió al final en el extraordinario 1789 y las autoridades pro-austríacas fueron derribadas en Gante, Brujas, Namur y Bruselas. En Lieja los opositores protestaron contra el sistema de gobierno episcopal de 1684 y lograron hacerse con el poder.

                El levantamiento no sólo pretendió la defensa de unos privilegios frente a un poder forastero y tiránico, sino también la construcción de un nuevo mundo. El hombre de leyes Henri van der Noot fue el principal autor del Manifiesto del pueblo brabanzón del 24 de octubre de 1789, por el que se retiraba toda obediencia a José II por el bien común de la patria, en línea con lo acontecido en 1581 contra Felipe II.

                Imágenes del Manifiesto del pueblo brabanzón.

                

                

                  

 

 

                La tradición patriótica contestataria de los Países Bajos se avino muy bien con el ejemplo anglo-americano. El 11 de enero de 1790 se firmó el tratado de unión de las Provincias Belgas, el de los Estados Unidos de Bélgica o Estados Belgas Unidos, una confederación unida frente a la amenaza exterior dotada de un congreso soberano, con sede en Bruselas, compuesto por representantes de cada provincia.

                Con la ayuda de un viejo veterano de los campos de batalla europeos, el general Jean-André van der Meesch, van der Noot y otros patriotas consiguieron deshacerse militarmente de sus rivales temporalmente. Francia estaba conmovida por la Revolución, Gran Bretaña se mantenía atenta, Holanda no se mostraba hostil y Austria se encontraba de momento alejada con sus problemas.

                                                

                Pronto estallaron las contradicciones entre los conservadores o estatalistas y los demócratas o vonckistas, los seguidores del abogado Vonck, acusados de querer destruir la Iglesia y la tradición. Se temió una guerra civil, que van der Noot juzgó inevitable.

                                                

                A la muerte de José II, su hermano Leopoldo II ejerció el poder con mayor cautela, aprovechándose de las grietas de los insurrectos. Entre 1790 y 1791 sus tropas lograron imponerse a los belgas, mientras que los prusianos irrumpieron en Lieja. Eran los prolegómenos de la intervención contra la Francia revolucionaria.

                Muchos belgas se exiliaron allí. En 1792 los franceses emprenderían con la enemiga de los estatalistas las campañas que concluirían con la anexión temporal de esta primigenia Bélgica.