LOS GOLPES DEL CORSO DE ARGEL EN EL XVII. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

29.12.2022 10:35

           

La amenaza otomana desde el Norte de África.

Desde los más remotos tiempos los piratas han surcado las aguas del Mediterráneo. Sus puertos y sus gentes han estado marcados por ellos. No aminoró su fuerza en el siglo XVII, cuando el Mare Nostrum comenzó a ceder protagonismo histórico a ciertas áreas de la Europa atlántica. Entre 1580 y 1620, si seguimos a Braudel, Argel experimentó una segunda edad dorada. Cada vez más desvinculada de la autoridad efectiva del Imperio otomano, cuya capital se enclavaba en la bulliciosa Estambul, recibió la aportación de los navegantes atlánticos, especialmente de los enemigos del poder español. Se renovó su construcción naval, y de sus astilleros comenzaron a salir navíos redondos además de las mediterráneas galeras y galeotas. Con tales naves ampliaron su radio de acción, alcanzando Islandia en 1627 y sembrando la inquietud entre los complacientes aliados de la víspera. Evidentemente nuestro litoral no se salvó de sus zarpazos, a los que ya estaba demasiado acostumbrado desde el siglo XIII con variantes. Sus pobladores tuvieron que enfrentarse con el peligro berberisco en el problemático XVII, tan marcado por la crisis. 

El expuesto litoral del reino de Valencia.

Las armadas argelinas gozaron a veces de la complicidad de los moriscos valencianos, tachados de verdadera quinta columna por autoridades coetáneas e historiadores contemporáneos. Se fortificaron parajes como Altea para evitar la temida confluencia entre ambos, pues el tramo entre Jávea y Villajoyosa era considerado especialmente peligroso.

La expulsión de los moriscos en 1609 no acabó con la inseguridad litoral. Algunos expulsos se sumaron al corso por rencor y deseos de ganarse la vida. El desarrollo comercial espoleó la codicia pirata. Ya en septiembre de 1601 cinco galeotas argelinas se posicionaron en la isla de Santa Pola (la actual Tabarca) para interceptar el tráfico mercantil: atacaron dos naves bretonas cargadas de trigo, abrigándose una de éstas al resguardo de la Torre de Agua Amarga, donde los alicantinos ofrecieron una cerrada defensa de mosquetería y con dos pequeñas piezas de artillería.

En 1616, tras surcar las aguas de Guardamar y Alicante, una flota de veintidós naves recaló en la todavía no bien guarnecida Altea. Las fuerzas navales hispanas la obligaron a retirarse.

El acecho corsario disponía de sólidos precedentes. En 1628 una saetía sembró el terror entre los sufridos pescadores en el área de la Torre de las Salinas. Tal estado de angustia se prolongó mucho tiempo después. En 1683 los buques holandeses que surcaban la ruta de Liorna a Cádiz a través del Cabo Martín (distrito de Jávea) eran atacados por los intrépidos argelinos, contra los cuales se propuso lanzar la flota de las Galeras de Cartagena y armar una fragata pagada por la comunidad de pescadores de la ciudad de Valencia en 1690. Todavía en 1830 los franceses invocaron la erradicación del corsarismo en la conquista de Argel, que tantos caminos abrirían a muchos alicantinos de los siglos XIX y XX

La fuerza del corso argelino.

A comienzos del XVII se disputaron la hegemonía en Argel el cuerpo militar de origen turco y la corporación de los comerciantes dedicados al corso, imponiendo finalmente los segundos un bey de su preferencia (en teoría bajo la autoridad del sultán otomano). Los argelinos no siempre mantuvieron buenas relaciones con otros poderes islámicos norteafricanos, pese a su común servidumbre de Estambul. Con la también regencia de Túnez hubo serios enfrentamientos en 1628. El año anterior las batallas contra las poblaciones del interior mermaron los efectivos militares argelinos, debilitando circunstancialmente el corsarismo.

De todos modos Argel superó tales inconvenientes. El más crudo interés y la hermandad islámica acercaron a los poderes musulmanes del África Septentrional: las naves argelinas se unieron a las de Túnez y Bizerta en 1640 y 1642. Con la corte de Fez también se entró en tratos.

Confidentes de toda laya informaron (y preocuparon) a las sobresaltadas autoridades españolas. Desde ingleses católicos hasta renegados portugueses, pasando por cautivos fugados en azarosas circunstancias, revelaron temibles planes. En 1628 se llegó a temer un ataque contra Orán y una incursión contra la Armada Real desde la zona de Tetuán. Junto a las galeras viejas y nuevas los argelinos podían desplegar cuarenta navíos redondos y treinta buques de diferentes tonelajes. 

Calpe, saqueada.

Quizá la incursión argelina que más conmocionara a los valencianos del XVII fuera el saqueo de Calpe. La villa formaba parte del señorío del marqués de Ariza, y sus gentes gozaban de justa fama de bravos. El gran cronista Gaspar Escolano refiere algunas de sus hazañas contra los piratas que les valieron conquistar tal admiración. Las cartas de las autoridades locales del área al virrey y al Consejo de Aragón dispensan al historiador una gran cantidad de información, pero el relato más vibrante nos lo brinda el deán Vicente Bendicho, cuyo hermano Jaime era el baile de Murla y un hombre con similares inquietudes literarias. Dentro de su célebre Crónica introduce un auténtico reportaje.

En la madrugada del 3 de agosto de 1637 cinco galeras argelinas de veintiséis bancos cada una fondearon en la costa de Calpe, comandadas por Alí Puyili. Desembarcaron 600 corsarios provistos de armas de fuego, que antes del alba se aprestaron a asaltar la villa. Muchos de sus vecinos se encontraban ausentes debido a las labores agrícolas. Dentro de Calpe quedaban especialmente mujeres, niños, ancianos y algunos forasteros que acudían a la fiesta del 5 dedicada a la Virgen.

Los invasores rompieron a atacar por el arrabal, encarnizándose la lucha en la casa del baile, cuyos canales del tejado manaron sangre de varios asaltantes caídos. La muralla de la villa entorpecía la rapidez de la acción. Sin embargo, la casa del gobernador tenía una ventana sin reja abierta en la propia muralla. Un joven corsario se encaramó a ella, y los invasores tras desatrancar la puerta de la casa entraron en la villa. Las mujeres y los niños se refugiaron en la torre. Para su fatalidad cedieron a las insinuaciones de los corsarios. Cayeron en su cautiverio. Vicente Bendicho cifra su número en 396 personas, y las fuentes virreinales entre 296 y 302. La villa fue saqueada y sus templos profanados (incluida la ermita de San Gregorio). Solo abandonaron la artillería y las campanas

El socorro de las localidades cercanas llegó con retraso y mal. La guardia del Peñón o de las Peñas de Ifach avisó tarde a Benisa, acosada al igual que Altea con problemas de bandos. Casi a la puesta del sol del triste día 3 llegó a Calpe la fuerza capitaneada por Jaime Bendicho, que no se mostró dispuesta a permanecer en el azotado lugar. 

Los cautivos y su rescate.

Los luctuosos acontecimientos de Calpe ocasionaron un gran dolor en todo el reino de Valencia. El apresamiento de mujeres y niños indignó sobremanera. Los menores serían fácilmente inducidos a abjurar del cristianismo, propinando un duro golpe a la Fe en el sentir de las personas del tiempo del Barroco. Una derrota moral se encabalgaría sobre otra militar.

Impuso la necesidad intentar comprar su libertad al no poderse cazar a los corsarios. Al fin y al cabo una de sus palancas era el afán de lucro. Instituciones y particulares ofrecieron sus donativos. El arzobispo de Valencia ofreció 2.666 libras, el cabildo de la catedral valentina 1.333, la propia ciudad de Valencia 666 (la misma suma que la Generalitat), los padres mercedarios 1.000, los inquisidores a título individual 100, y las parroquias valencianas 2.206 en calidad de limosna.

Las 8.637 libras, satisfechas mayoritariamente en reales castellanos, equivalían a una media de la tercera parte de los ingresos municipales de Alicante durante un año. Por término medio cada cautivo se rescataría por 29 libras, un valor muy cercano al constatado por nosotros para el Alicante de 1572. Quizá por ello el sacrificio no tuviera la ansiada compensación. Tras conseguirse con premura el dinero, se confió al que fuera gobernador de Játiva (que estaba en Villajoyosa) don Francisco Milán, a don Antonio Ramírez de Arellano y al canónigo Argent. Infructuosamente esperaron durante días la respuesta de los corsarios en Moraira. Se avistaron siete galeotas en las Peñas de Ifach, pero la contestación no llegó. El 11 de agosto de 1637 informaron apesadumbrados al virrey don Fernando de Borja del fracaso de las gestiones.

Indudablemente los captores esperaban mucho más. Todavía a la altura de febrero de 1646 Calpe solicitó la reducción de sus deudas para atender al rescate de sus cautivos y a la reedificación de sus maltrechas murallas. Uno de sus vecinos tuvo que implorar permiso en 1647 de las autoridades para pedir limosna con el fin de rescatar a sus hijos. La consternación de las familias añadió amargura a una localidad amenazada con la despoblación.

Las frágiles defensas de la costa valenciana.

Como ya hemos comentado en otras ocasiones, la protección del reino dejaba mucho que desear bajo los Austrias Menores. Los tributos regnícolas sobre la venta de los naipes, la sal, la seda, el arroz, los higos, las almendras, el azúcar, el vino, la nieve o el calzado distaron de ser suficientes para costear los gastos defensivos. La visita o inspección de su litoral en 1635 volvió a constatar las carencias habituales. La Junta de los Veinticuatro de la Costa, dependiente de los Electos o representantes de los tres estamentos del Reino, se vio desbordada por los problemas económicos, que impusieron drásticas y contraproducentes medidas. En 1649 suprimió dos (las de Oliva y Canet) de las cinco compañías de caballería de defensa litoral.

El 9 de agosto del 37 se temieron nuevos ataques. Desde Ibiza el capitán don Bernardo Salelles alertó al virrey de Valencia. Las autoridades regias fueron movilizadas. Se envió a Peñíscola al capitán don Juan Milán. Alicante, la otra gran atalaya del Reino, fue apercibida por el práctico don Gaspar Sanz con la ayuda del capitán entretenido (o asalariado) don Bartolomé Ripoll. El baile alicantino don Alfonso Martínez de Vera socorrería a los defensores con las debidas cantidades de pólvora, ya que Felipe IV alentó su fabricación en Alicante. Los gobernadores de las demarcaciones forales de Játiva y Castellón secundarían con unidades de caballería e infantería el esfuerzo militar de Alicante y Peñíscola respectivamente. Los síndicos de la Generalitat lo ampararían y el veedor don Francisco Carroz lo supervisaría.

La relajación de la disciplina y de la prevención militar se arrastraba desde hacía muchos años. Los guardas no siempre cumplían sus deberes y las torres de vigilancia no hacían debidamente las oportunas ahumadas de aviso. Las apreturas económicas acentuaron estos problemas. Curiosamente, el corso valenciano no alcanzó grandes vuelos a lo largo del XVII, pese a propuestas como la de don Francisco Imperial en el Alicante de 1615. A los problemas derivados de su organización quizá se sumara la competencia del bandolerismo, verdadero corso terrestre capaz de atraer a las más recias voluntades. Además, los caballeros no siempre estuvieron a la altura de sus deberes, crecientemente requeridos por el gobierno del conde-duque de Olivares. El maestre de campo don Fernando de Ribera fue el encargado de lidiar con tan delicado problema en tierras valencianas.

Otro inconveniente formidable era el de la falta de unidades navales de protección del litoral valenciano, ya que nuestras declinantes armadas combatieron en otros frentes considerados más importantes para la conservación de la Monarquía. En las Cortes de 1604 se intentó articular una fuerza propia de cuatro galeras. Retomó en 1638 la idea el arbitrista valenciano Ibáñez de Salt, postulando que el reino pagara seis galeras para defender su costa y atacar la de Berbería, planteamiento que consideraron las Cortes de 1645 sin mayor trascendencia práctica. En todo momento insistieron los valencianos en destinar aquellas galeras a la protección de su reino, y no a otras empresas (excepto en circunstancias excepcionales).

El ineludible compromiso de la guerra de los Treinta Años.

Las aguas mediterráneas distaron de ser el único horizonte de peligro para los valencianos de la época. En el continente europeo la Guerra de los Treinta Años enfrentó a las dos ramas de la Casa de los Habsburgo con sus muchos rivales. Frenado el ímpetu de los suecos, España y Francia rompieron hostilidades en 1635.

El agotamiento de las arcas castellanas después de duros sacrificios condujo a Olivares a exigir mayores contribuciones a los reinos de la Corona de Aragón, semillero de agrias disputas legales. Su proyecto de Unión de Armas fue severamente replicado. En el reino de Valencia las expresiones de contribución al monarca se fueron deslizando del amor a la obligación, como ha observado James Casey. Aunque no experimentara el estallido de Cataluña o Nápoles, el reino valenciano no estuvo exento de forcejeos constitucionales y serios conatos de rebeldía.

La frontera con Francia comenzó a drenar energías. En septiembre de 1636 el barón de Benifayró y Santa Coloma, don Juan Vives de Cañamás, se ofreció a alzar una fuerza de cuatrocientos a quinientos jinetes para la defensa de Perpiñán, aún española. El éxito no le acompañó, y para reforzar Navarra en 1637 se echó mano de las compañías de caballería de la costa valenciana, lo que supuso deshacerlas coincidiendo con el saqueo de Calpe. Algunos de los jinetes retornaron sin licencia y otros sin caballo. Los estamentos enviaron una embajada a la Corte para evitar otra salida de tropas pareja, pero la entrada de los franceses en Guipúzcoa y el asedio de Fuenterrabía en 1638 obligó a los valencianos a movilizar dos mil hombres. Se conmemoró con gozo en Alicante la derrota del francés, que no cejó de atacar por Cataluña. Se impusieron nuevos reclutamientos de hombres, que ocasionaron la viva disconformidad del pueblo en el Marquesado de Elche. En 1639 se intentó en el reino de Valencia la leva de mil doscientos infantes, proporcionando uno cada cien vecinos o familias. Era un cálculo poco realista que no tenía en consideración que la población valenciana rondaba los 61.000 vecinos. Aunque el conde de Elda y el arzobispo de Valencia se anticiparon en el socorro de la rosellonesa Salses, el envio de las tropas del reino estuvo jalonado por los incidentes. Antes de proseguir hacia los Alfaques estalló un motín entre los soldados concentrados en Peñíscola a la espera de los navíos de Benjamín Ruit. Creyeron que se los llevaban a Italia, y tuvieron que ser reducidos al orden con fuego de mosquetes. Nada de ello coadyuvaba a mejorar la defensa contra el corso argelino.

Prosigue la presión corsaria.

Indiscutiblemente el corso argelino se apuntó un contundente éxito en Calpe, y ya el 24 de agosto de 1637 sus naves volvieron a surcar sus aguas. Su amenaza se haría persistente. 

A comienzos de septiembre de 1642 las autoridades de Denia, Jávea, Moraira y Calpe alertaron al virrey de la amenaza corsaria. Su objetivo era saquear Jávea, según las informaciones transmitidas por algunos cautivos fugados a los barqueros que surcaban el litoral alicantino. Los efectivos navales barajados resultaban inquietantes. Si en junio se temió una flota de catorce navíos y cuatro galeotas, en septiembre la alarma subió de tono. Se llegaron a avistar ocho galeras más de Argel, a las que se unirían otras ocho de Túnez y Bizerta, y por si fuera poco los enemigos tenían aprestados veinte bajeles redondos.

La armada española ya tenía bastante en contener a la francesa en el Mediterráneo, aprovechándose de la rebelión catalana. Nuevamente los valencianos se encontraron encadenados a las servidumbres de la deficiente defensa terrestre. La carencia de compañías ordinarias de caballería coincidió con el envío de las de la Costa a la raya de Cataluña. Los equinos de albarda o de tareas rústicas no eran los más adecuados para el combate. El 24 de septiembre el virrey solicitó el socorro de al menos las compañías de Villajoyosa y Oliva.

Al final, otras poblaciones corrieron peor suerte. Manuel Sala registra en su obra el ataque de San Juan por 430 corsarios en la madrugada del 30 de marzo de 1643. Los varones de la localidad junto con los de las huestes de Alicante, Muchamiel y Villafranqueza consiguieron liberar del cautiverio a 108 mujeres, 83 ancianos y 42 niños antes de embarcar, derrotando al invasor.

De todos modos, los aguijonazos del corso no parecían tener fin. En 1651 los argelinos capturaron hasta cuarenta y cinco personas en las inmediaciones del cabo Martín, empleando la isla de Santa Pola como base de operaciones. La propia Santa Pola padeció su acoso en 1663.

Controversias entre municipios por cuestiones militares.

Cuando acechaba el peligro todo el mundo pretendía disponer de la mejor protección a su alcance, perjudicando a veces de una u otra forma a sus también necesitados vecinos, máxime en unos tiempos de penurias. En las Cortes de 1645 los municipios realengos valencianos se quejaron de los inconvenientes de los alojamientos de tropas, prestación de bagajes y envío de socorros militares en no pocos casos, quejándose de ser agraviados en relación a otros.

Aleccionador al respecto fue el largo pleito que enfrentó a Villajoyosa y San Juan. Tras la mencionada supresión de las compañías de caballería de Canet y Oliva en 1649, se consideró trasladar la de Villajoyosa a otro punto en dos ocasiones. En 1668 San Juan consiguió el ansiado emplazamiento de tal fuerza, a las órdenes de don Luis Escorcia y Ladrón.

 Las autoridades de Villajoyosa contestaron con una batería de argumentos en aquel año y en 1677. La marcha de la compañía la exponía a las depredaciones musulmanas y al recrudecimiento de las parcialidades entre los Lorca y los Linares. En cambio San Juan se encontraba a la sombra de la ciudad de Alicante, cuyas fuerzas se ponderaban con interesado optimismo. Su ubicación en la Huerta alicantina la preservaba de muchos peligros, según esta versión, ya que la llegada de corsarios a sus inmediaciones solo se debía a las malicias de algún renegado.

La disposición en 1676 de un cordón sanitario que evitara el contagio de peste que afectaba a Cartagena y Murcia ayudó a reforzar su postura a San Juan. Su alegría no duró demasiado, pues en 1680 se proyectó la supresión de la compañía por las consabidas razones económicas. Al final, la unidad de caballería retornaría a Villajoyosa en 1685, dejando tras de sí años de estériles disensiones que en nada mejoraron el estado militar de las defensas. 

La voluntad de proseguir navegando.

Durante siglos, los piratas se cebaron en los pescadores del litoral valenciano, pero no consiguieron acabar con ellos. En el siglo XVII la pesca cogió vuelos, anunciando su expansión dieciochesca.

El caso de Villajoyosa resulta paradigmático. La pesca sustentó a sus gentes más modestas y proporcionó a sus labradores género de venta de valor singular. La arriería se fortaleció, proporcionando pingües ganancias. A la ciudad de Valencia llegaron sus barcas, que transportaban trigo, cebada, algarrobas y otros productos una vez vendida la pesquería. Las ganancias también alcanzaban al rey a través de los tributos y del servicio de provisión a Peñíscola, Vinaroz y Tarragona en plena guerra catalana.

Conscientes de su valor, los representantes de Villajoyosa intentaron conseguir del monarca una serie de peticiones. En las Cortes de 1645, las últimas del reino de Valencia, reclamaron que no se embargaran sus barcas por impago de deudas. En el comentado litigio de la compañía de caballería adujeron la necesidad de protección de los más de cien pescadores en la Isla de Benidorm. La porfía de unas gentes enfrentadas al hambre sería de gran ayuda a la hora de plantar cara al corso.

La atalaya de Alicante.

El declinar militar de la Monarquía hispánica en el Mediterráneo no fue pareja con el auge comercial de la ciudad de Alicante. Convertida en un puerto de primera categoría para los holandeses, ingleses y franceses, se erigió en una plaza fuerte contra el corso argelino. Además de proporcionar auxilios de víveres y de tropas a la cada vez más cercada Orán, pérdida temporalmente en el decurso de la guerra de Sucesión, atendió las necesidades de las fuerzas navales de aquéllos en sus luchas contra los berberiscos. La empresa ante el enemigo común no acertó siempre a pacificar las turbulentas relaciones entre las potencias cristianas. En septiembre de 1681 los ingleses se quejaron de la mala atención de sus navíos en Alicante. De hecho, las acciones inglesas contra Argel se interpretaron por parte de las autoridades alicantinas como una manera de disimular (algo tan barroco) sus verdaderas intenciones, las del ataque a la ciudad.

De todos modos, las naves de aquellas potencias aportaron beneficios a los alicantinos, algunos de ellos tan detestables como el de los esclavos. En el siglo XVII la aristocracia alicantina todavía disponía de esclavos domésticos. En 1663 los esclavos musulmanes en Alicante solicitaron del mismísimo Consejo de Aragón la licencia de trabajo para poder comprar su liberación, al uso de lo observado en los dominios del Imperio turco. Acostumbrados a sobrevivir en tal ambiente, los alicantinos lo metabolizaron en sus más significativas celebraciones. En la lucida conmemoración del centenario del título de Colegial a San Nicolás (1700) no se dejaron de representar unos combates de Moros y Cristianos, en el que los seguidores de la Media Luna aparecieron ataviados al estilo turquesco de los temidos argelinos. 

Fuentes.

ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

Consejo de Aragón, Legajos 0556 (010), 0558 (066), 0559 (005), 0571 (003), 0587 (025), 1355 (063) y 1357 (028).

Bibliografía.

BENDICHO, Vicente, Chrónica de la Muy Ilustre, Noble y Leal Ciudad de Alicante, 4 vols. Edición de Mª. L. Cabanes, Alicante, 1991. 

GUÍA, Lluís, Cortes del reinado de Felipe IV. II. Cortes valencianas de 1645, Valencia, 1984. 

MANTRAN, Robert (dir.), Histoire de l´Empire Ottoman, París, 1989.

 REQUENA, Francisco, La defensa de las costas valencianas en la época de los Austrias, Alicante, 1997.