LOS HOLANDESES DESCUBREN LAS DEBILIDADES DEL ASIA HISPANA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

28.07.2015 00:02

                A principios del siglo XVII el imperio español en Asia distaba de alcanzar sus más apreciadas aspiraciones, pero había logrado afirmarse alrededor de Manila. El galeón de Acapulco y las naves chinas o sangleyes del continente constituían sus principales puntales. Emergía una especie de emporio mercantil que atrajo a los encomenderos a la vida urbana, descuidando aspectos importantes de la afirmación y expansión territorial hispana en las Filipinas.

                                                 

                Jesuitas como el padre Alonso Sánchez habían concebido en 1582 la evangelización del imperio chino a través de sus experiencias con los mandarines de Cantón, personas pacíficas y tradicionales, pero la actividad mercantil de los portugueses de Macao enturbiaba el proyecto.

                La unión real ibérica había sido bien acogida por los portugueses de Asia, pero las relaciones entre castellanos y portugueses habían estado marcadas más por la competencia que por la cooperación, y la nueva situación política distó de calmar la rivalidad entre ambos. Los potentados de Manila se quejaron del creciente protagonismo de los portugueses en el comercio entre China y su ciudad, desplazando a los chinos, entre 1610 y 1634.

                                

                La irrupción de los holandeses en el área exacerbó los malentendidos y la hostilidad. Desde Manila se acusó al virreinato portugués de la India de lentitud, decrepitud y mala voluntad. Sobre la eficiencia de los castellanos y su preocupación por defender los intereses portugueses no había mejor opinión.

                Japón cada vez era más remiso y desconfiado de los ibéricos, que a veces lo contemplaron como un auxiliar para sus empresas imperiales. Los puertos japoneses resultaban de gran utilidad para las naves del galeón de Acapulco-Manila, susceptibles de zozobrar en las aguas pacíficas. El espíritu guerrero de los japoneses también podía traducirse en iniciativas, gubernamentales o no, de agresión y conquista del Asia hispánica. Precisamente en 1618 unas catorce naves de guerra holandesas recalaron en el Japón con la vista puesta en el galeón y en las naves sangleyes.

                          

                El gobernador de Filipinas Alonso Fajardo reaccionó con viveza ante el peligro, pero el licenciado Alvarado envió el 28 de julio de 1619 una carta llena de pesar a las autoridades de la lejana península Ibérica. El territorio se encontraba desamparado por los encomenderos, se carecía de infantería de sueldo y el propio gobernador tuvo que empeñar su hacienda para emprender la debida construcción de naves, de las que se carecía para repeler el peligro. Afortunadamente franciscanos y ciertos potentados japoneses habían informado de la amenaza, vista de otra manera desde España.

                De todos modos la multiplicación de las iniciativas holandesas contra la Monarquía hispánica a lo largo del mundo quebró la tregua acordada en 1609.