LOS INFANTES QUE VENCIERON A LOS CABALLEROS EN COURTRAIS (1302). Por Víctor Manuel Galán Tendero.

14.02.2015 10:54

                

                Francia exultaba fuerza a comienzos del siglo XIV tanto por su riqueza como por su organización bajo una monarquía activa. La Iglesia sentía su fuerza con contundencia y los reinos vecinos tenían que atenerse a su poder. Su numerosa y eficaz caballería resultaba temible.

                Hartas de la subordinación al rey Felipe IV de Francia, las ciudades de Flandes se levantaron en armas para conquistar sus libertades. Las capitaneaba la poderosa Brujas, gran emporio mercantil. En la Europa medieval las urbes de Lombardía ya habían desafiado con éxito a los emperadores alemanes en el pasado. Ahora los flamencos decidieron probar fortuna.

                Gante fue la única ciudad que no se sumó a la rebelión. El resto se preparó para la guerra concienzudamente. Los gremios y las hermandades movilizaron a todos los varones en edad de combatir. No se puso en pie una masa de ciudadanos inexpertos, sino una agrupación disciplinada, entrenada y confortada por la amistad y vecindad de muchos de sus integrantes, bien uniformados, protegidos con cascos y cotas de malla resistentes y provistos de buenas armas, que honraban la pericia de los artesanos flamencos. Sus elevadas picas, ballestas y arcos convirtieron a los menospreciados peones en aguerridos infantes.

                Ni cortos ni perezosos emprendieron su camino bajo sus variopintos estandartes ciudadanos y gremiales. Asediaron con éxito el estratégico castillo de Courtrais (Kortrijk en flamenco), donde se acogió un destacamento francés dispuesto a vender cara su vida. Los flamencos quedaron inmovilizados ante sus defensas, ya que no se arriesgaron a un ataque suicida.

                Felipe de Francia aprovechó la ocasión con sagacidad. Mandó contra las arracimadas unidades flamencas un imponente ejército de 2.500 caballeros y 8.000 infantes, muy capaz de vencer a cualquier rival. Muchos de sus guerreros atesoraban una gran experiencia y un acrecido espíritu de combate, alojado en el corazón de su código ético.

                En la estival tarde del 11 de julio de 1302 se libró una batalla llamada a la nombradía, la de Courtrais, entre franceses y flamencos. ¿Goliat derrotaría esta vez a David?

                La astucia de David también acompañó a los milicianos flamencos, que no huyeron ni corrieron a refugiarse detrás de los primeros muros que encontraran. Ofrecieron batalla. Escogieron un terreno pantanoso a las afueras de Courtrais, bien protegido por terrenos quebrados y riachuelos.

                El primer paso para ganar una batalla consiste en escoger el terreno más apto para vencer al enemigo. Los flamencos se acogieron a su posición estratégica con esmero. En el exterior avanzaron arqueros y ballesteros para hostilizar a quienes se aproximaran. Dentro formaron en profundidad de ocho líneas sucesivas hasta tres divisiones con sus picas en ristre. Una cuarta división vigilaría desde la retaguardia los movimientos de los franceses de Courtrais, que quizá salieran para cogerlos entre dos frentes.

                Los franceses se encontraron ante un verdadero erizo. Convocaron un consejo de guerra para decidir lo mejor. Los más inteligentes sugirieron no cargar, sino abatirlos con una lluvia de flechas, agotadora y paciente, si bien el calor de la jornada podía extenuarlos con similar eficacia. Los flamencos tenían que aguantar bajo un sol de justicia su posición bajo sus pesadas vestiduras de tejidos y metal.

                Toda la prudencia no sirvió para calmar a los más atrevidos, favorables a cargar sin más dilaciones contra la chusma de las ciudades díscolas. Su parecer se impuso y la brillante caballería del rey de Francia demostraría su temible fama.

                Las avanzadas de escaramuzadores flamencos fueron eliminadas. Al no impedir sus flechas su cabalgada, Roberto de Artois ordenó atacar a la formación enemiga. Los caballeros chocaron con fuerza contra las picas de los infantes. Sus primeras líneas acusaron la conmoción, pero el conjunto de la formación se mantuvo firme. Los caídos fueron sustituidos al frente por sus compañeros de atrás. La profundidad de las fuerzas flamencas resultó providencial.

                Los caballeros intentaron flanquearlas, buscando sus costados más vulnerables. Sólo consiguieron chocar entre sí, aumentando su confusión. Los infantes la aprovecharon para dar el golpe de gracia a los franceses. Su derrota fue aplastante. Los flamencos no hicieron prisioneros para exigir rescate, matando a los que caían en sus manos. Su trofeo fueron las espuelas doradas de los caballeros, dándole sobrenombre a la batalla.

                Años más tarde los flamencos probaron el amargo sabor de la derrota, pero aquel 11 de julio de 1302 ofrecieron una lección magistral a todos aquellos que quisieran entrever los nuevos caminos que iba a tomar la Historia de Europa en los próximos siglos.