LOS INTENTOS DE REFORMA DEL SISTEMA CANOVISTA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

30.09.2020 16:34

               

                ¿Un sistema tocado de muerte?

                Al iniciarse el siglo XX, todavía se dolía España de la derrota de la guerra con Estados Unidos. Su sistema político había sido sometido a una dura prueba y las fuerzas opositoras habían ganado fuerza. Aunque había sobrevivido, el turno pacífico entre conservadores y liberales se encontraba amenazado, no solo por aquellos opositores.

                El asesinato de Cánovas en 1897 y la muerte de Sagasta en 1903 dejaron a los dos grandes partidos dinásticos sin sus figuras de referencia. Sus respectivas facciones fueron ganando protagonismo y con frecuencia colisionaron, lo que provocó no escasos problemas.

                La mayoría de edad, a los dieciséis años, de Alfonso XIII en 1902 introdujo otro elemento de complejidad. Imbuido también del ambiente regeneracionista, anotó en su diario su deseo de no ser un rey gobernado por sus ministros, de comportarse como un verdadero monarca según su entender, capaz de regenerar España y de evitar una nueva república. Sus temores juveniles se cumplieron con creces en 1931.

                A diferencia de su madre María Cristina, estrictamente atenta a la letra de la Constitución de 1876, Alfonso XIII hizo un uso generoso de sus atribuciones y en 1923 alentó su conculcación favoreciendo la dictadura de Primo de Rivera. Sus jugadas políticas, las del borboneo, le malquistaron muchas voluntades. Casado en 1906 con la escocesa Victoria Eugenia, nieta de la reina Victoria, fue en lo personal un tipo de trato sencillo y de moral desinhibida, con gusto por los automóviles, que se comportó como un consumado hombre de negocios de su época.

                Su reinado terminó con el hundimiento del sistema de la Restauración, alzado alrededor de su padre, y sus primeros compases han sido vistos tradicionalmente como anunciadores del fracaso. Hoy en día, la historiografía valora los intentos de reformar el sistema, que los autores más entusiastas consideran cargados de posibilidades de evolución hacia una España más pacífica y justa.

                El regeneracionismo y la acción de gobierno.

                Ya antes del asesinato de Cánovas, el Partido Conservador se había dividido entre los seguidores de Francisco Romero Robledo y los de Francisco Silvela. Los silvelistas denunciaron el caciquismo como perturbador de la vida política y sus actitudes enlazaron con las del regeneracionismo. A partir de 1897, Silvela asumió la dirección de los conservadores y desde 1899 a 1903 ejerció dos veces la presidencia de gobierno.

                Contó al comienzo su gobierno con el beneplácito de los catalanistas conservadores y en la cartera de justicia figuró Manuel Durán y Bas, con el que al final chocó Silvela. Su ministro de Hacienda Raimundo Fernández Villaverde planteó una reforma fiscal, complementaria de la reducción de deuda tras la guerra con Estados Unidos, que consistía en tributar por las rentas del trabajo y del capital, incluyéndose los beneficios de las sociedades, lo que enojó a los hombres de negocios catalanes, favorables a lograr un concierto económico para el Principado. En 1899 el alcalde de Barcelona Bartolomé Robert encabezó la campaña del Cierre de Cajas o de comercios e industrias para no pagar los nuevos impuestos, que al final cedió.

                Los liberales, divididos.

                Al fallecer Sagasta, se descubrió con toda su crudeza la división de las filas liberales. Sus facciones más izquierdistas se agruparon alrededor de Eugenio Montero Ríos, favorables a la abolición del impopular impuesto de consumos y de fomentar las cooperativas de producción, con un reformismo tendente a solucionar los problemas de las clases trabajadoras. En 1902, el liberal José Canalejas (ministro varias veces durante la regencia y soldado en Cuba por propia voluntad) fundó el Partido Liberal-Demócrata, favorable a la separación de la Iglesia del Estado, y ganó las simpatías de estos grupos.        

                Los liberales más conservadores siguieron a Segismundo Moret y la mediación del también liberal conde de Romanones no consiguió suturar las divisiones. Una figura de la relevancia de Antonio Maura (yerno del liberal y defensor de los intereses trigueros castellanos Germán Gamazo) abandonó en 1902 el Partido Liberal y entró en las filas conservadoras.

                La creación de nuevas entidades bancarias.

                Si el Banco Hispano Colonial fue duramente golpeado por la pérdida de Ultramar, la repatriación de capitales alentaría la creación del Banco Hispano-Americano en 1901 y del Banco Español de Crédito en 1903. En 1901 nació también el Banco de Vizcaya, resultado del crecimiento industrial del área.

                La expansión bancaria en España chocó al inicio del siglo XX con varios obstáculos. Muchos industriales y comerciantes se vanagloriaban de no aceptar sus créditos y las sucursales de la alta banca internacional le hacían una dura competencia. A partir del estallido de la primera guerra mundial, conseguiría la banca privada española grandes beneficios y expansionarse decididamente.

                El crecimiento de la contestación pública.

                El 98 no había liquidado al régimen, pero había alentado no pocas inquietudes. Algunos políticos responsabilizaron de la derrota al comportamiento de los militares, que se consideraron ofendidos ante las insinuaciones de cobardía. Reclamaron defender con toda la fuerza su honor, en una España aficionada a los duelos. El ejército volvió a hacerse presente en la política española.  

                El catalanismo político ganó apoyos y el poeta Joan Maragall ya había entonado el Adéu, Espanya! en su Oda a Espanya de 1898. Tal movimiento era entonces autonomista, aunque sus planteamientos eran claramente nacionalistas, y en 1901 Francesc Cambó fundó la Lliga Regionalista, de carácter conservador y llamada a tener protagonismo en los años sucesivos. La exposición doctrinal del catalanismo conservador sería enunciada por Enric Prat de la Riba en La nacionalitat catalana (1906).

                Los círculos militares vieron con desagrado el crecimiento del catalanismo y el 25 de noviembre de 1905 algunos oficiales asaltaron los locales de la revista satírica Cu-Cut!  y de La Veu de Catalunya en Barcelona al considerarse ofendidos por burlarse de sus derrotas. Montero Ríos quiso someter a disciplina a los asaltantes, pero el rey no lo secundó, coincidiendo con el parecer de los mandos del ejército. Moret lo sustituyó al frente del gobierno y dio luz verde a la Ley de jurisdicciones, que entregaba a los tribunales militares el juicio de los considerados delitos contra el ejército.

                Tal Ley desagradó enormemente en Cataluña, donde se formó en mayo de 1906 una gran coalición, presidida por Salmerón, en la que participaron carlistas catalanes, catalanistas y parte de los republicanos, Solidaritat catalana, que en las elecciones generales de 1907 consiguió cuarenta y uno de los cuarenta y cuatro diputados de las provincias de Cataluña. El triunfo era rotundo y la cuestión catalana ganó relevancia en la vida pública de España. En 1909, después de la Semana Trágica, Solidaritat se disolvió por sus diferencias internas. Lo cierto es que el sistema de control electoral desde el ministerio de la Gobernación había sido impugnado y en 1910 el PSOE lograría su primer diputado a Cortes, Pablo Iglesias.

                No todos los republicanos en Cataluña se habían sumado a tal coalición. Alejandro Lerroux apoyó a los militares. Separado de Salmerón, ganó un gran predicamento en Barcelona, oponiéndose a los catalanistas y a los anarcosindicalistas. El llamado Emperador del Paralelo ganó un considerable favor popular por sus tendencias obreristas y anticlericales. En 1907 fundó la primera Casa del Pueblo, según un modelo belga, y en un encendido discurso alentó a sus seguidores (los jóvenes bárbaros) a “alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para civilizar la especie”. En 1908 fundó el Partido Radical, financiado a veces desde el fondo de reptiles del ministerio de la Gobernación.

                El tímido reformismo social, con la consecución del descanso dominical en 1904, no frenó el descontento de las clases trabajadoras, especialmente en regiones como Andalucía. Las huelgas de 1902, en medio de los problemas del textil algodonero, fueron importantes en Cataluña. La anarquista Solidaridad Obrera se trasladó a Barcelona en 1904 y en 1907 editó su semanario. En 1906, Alfonso XIII escapó del atentado de Mateo Morral. Para canalizar las reivindicaciones de los trabajadores, en sentido conservador, se crearon los sindicatos amarillos, fomentados por patronos y figuras como el marqués de Comillas, con el apoyo de los jesuitas. Dentro de la Iglesia, hubo posturas sindicalistas más abiertas, en la estela del padre Vicent.

                Los compromisos internacionales de la llamada africana.

                España quedó orillada en el reparto de África, según los criterios de la conferencia de Berlín de 1885, pero entre sus políticos y militares había ganado aceptación el africanismo o interés por explorar e intervenir en el continente. En 1876 se formó en Madrid la Real Sociedad Geográfica Española, que impulsó expediciones como las de Iradier en el golfo de Guinea. Se crearon, además, otras entidades, como la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas en 1883, a instancias del animoso Joaquín Costa. De tales opiniones participaron intelectuales como Ángel Ganivet, el precursor de la generación del 98, que pensó que España podía entrar y civilizar el interior de África con la ayuda del pueblo árabe, cercano al español históricamente.

                Además de con Canarias, Ceuta y Melilla, España contaba en 1898 en el golfo de Guinea con la isla de Fernando Poo (actual Bioko), Annobón y Corisco, fundamentalmente. Había iniciado su penetración en el continental Río Muni y reclamaba sus derechos sobre Sidi Ifni, al Suroeste de Marruecos.

                La suerte de Marruecos no le era nada indiferente. Su victoria en la guerra de 1859-60 no le aseguró la preeminencia deseada en el vecino imperio, donde los británicos tenían una envidiable posición económica a fines del siglo XIX. Establecidos en Argelia, los franceses ansiaban expansionarse por Marruecos, dentro de la carrera por África.

                Bajo el sultán Abd el Aziz, asesorado por consejeros británicos particularmente, se acometió una importante reforma del Estado jerifiano, el Majzen. Se solicitaron importantes préstamos y para pagarlos se suprimieron los impuestos coránicos a cambio de otros de corte occidental sobre la producción agrícola, recaudados por funcionarios y no por los tradicionales caídes o dirigentes locales, que se consideraron ofendidos y relegados. Los europeos hicieron valer sus privilegios fiscales para no pagar y el descontento cundió por doquier. En las cercanías de Melilla se levantaría Al Roghi en 1902 y en el Sur Muley Hafid, el hermano del sultán, que terminaría destronándolo. El desorden se apoderó de Marruecos, fijando sus ojos las grandes potencias. En España, algunos hablaron de asegurar la costa desde Canarias a Baleares evitando el establecimiento de otra nación en el Norte marroquí, además de invocar el cumplimiento del testamento de Isabel la Católica.

                En 1900 el embajador español en París, León y Castillo, ya había advertido de la inestabilidad de Marruecos y en 1902 acordó con el presidente de Francia su reparto de esferas de influencia, correspondiendo a España el antiguo reino de Fez al Norte, pero el gobierno español no lo sancionó por temor a Gran Bretaña y a los compromisos militares.

                Cada vez más aislada y expuesta a la competencia alemana, Gran Bretaña decidió acercarse a Francia. En 1904 ambas potencias negociaron a espaldas de España un acuerdo, en el que Gran Bretaña vio reconocida su libertad de acción en Egipto a cambio de permitir la intervención francesa en Marruecos. El estratégico Tánger recibiría un régimen especial y se atenderían los intereses españoles en la costa Norte marroquí. España se sumó al acuerdo a través de Francia, perdiendo la ciudad de Fez en el nuevo reparto. Con todo, se reconoció la integridad de Marruecos junto al derecho de intervención hispano-francés en sus áreas de influencia. Solo tomarían posesión formal de las mismas en caso de desaparecer la soberanía del sultán.

                En Alemania, con un imperialismo pangermanista en auge, no gustó tal reparto y el káiser Guillermo II visitó Tánger a bordo del Hohenzollern en 1905, reclamando su lugar bajo el sol y desatando la primera crisis marroquí, lo que forzó a la celebración de la Conferencia de Algeciras del 16 de enero al 7 de abril de 1906, en la que tomaron parte todas las grandes potencias del momento. Alemania defendió el acceso internacional a la economía marroquí y mantener su integridad, sin repartos. El compromiso consistió en reconocer la primera condición, a cambio que Francia y España mantuvieran su posición privilegiada en el control de aduanas y policía de sus áreas de influencia.

                España reforzó sus lazos diplomáticos con Francia y Gran Bretaña en vísperas de la Gran Guerra y en 1907 suscribió los acuerdos de Cartagena. Los británicos apoyarían el programa de reconstrucción naval español, transfiriendo diseños y personal especializado, a cambio de declarar la guerra a Italia, en caso de secundar a Austria-Hungría y Alemania en un futuro conflicto. Gran Bretaña podría centrarse así en la defensa del canal de la Mancha frente a la armada alemana.

                En 1911 estalló una segunda crisis marroquí, a apenas tres años del estallido de la primera guerra mundial. Los problemas internos de Marruecos habían conducido a la ocupación francesa de Fez y la española de Larache y Alcazarquivir. El buque de guerra alemán Panther se presentó entonces ante Agadir, desafiante. La tensión cedió al acordar Francia cesiones en el área cercana al Camerún a Alemania, que ambicionaba extender su imperio centroafricano.

                Con tal acuerdo, los franceses obligaron al sultán en 1912 a aceptar el protectorado o subordinación de su autoridad a la suya. España reclamó su parte y recibió como área de protectorado un territorio al Norte, mermado en relación a 1904, y al Suroeste el enclave de Sidi Ifni. Ahora el problema español fue hacerse obedecer allí.

              El gobierno largo de Maura.

                Entre el 25 de enero de 1907 y el 21 de octubre de 1909, Maura formó su gobierno largo, en el que blasonó de impulsar la revolución desde arriba. “Nosotros somos perturbadores desde el gobierno”, sostuvo en su famoso discurso de Valladolid en enero de 1902. Aunque contó con el apoyo de figuras como el marqués de Comillas, pretendió reformar desde la cúspide el sistema de la Restauración. Sus relaciones con Alfonso XIII no fueron cordiales.

                Animó la reconstrucción de la armada y la expansión de la marina mercante con la vista puesta en el fomento de la producción industrial en Vizcaya y Cataluña, en un programa de verdadero nacionalismo económico. Joaquín Costa alzó su voz contra el programa, al considerarlo excesivamente caro. Además, hubo acusaciones de corrupción en la concesión de contratos de construcción, en concreto contra la Transatlántica del marqués de Comillas y sus asociados, los jesuitas valencianos. Tres firmas británicas, entre las que se encontraba la afamada Vickers, se opusieron a la italiana Ansaldo, patrocinada por los liberales.

                Se quiso reformar el ejército, con un escalafón tras tantas guerras más que saturado: 499 generales, 578 coroneles y 23.000 oficiales para mandar 80.000 soldados, con sueldos que se comían el presupuesto del ministerio y no aseguraban su bienestar familiar. El general Arsenio Linares, por otra parte, propuso abolir la redención en metálico por una cuota pagada por todos los mozos que no prestaran servicio, además de reforzar las tropas en filas con las de una reserva, muy oportuna en caso de guerra.

                En las elecciones de abril de 1907, Maura había logrado una amplia mayoría en Cortes gracias al entramado caciquil, pero se propuso reformar la ley electoral y la administración territorial. El sufragio sería obligatorio, como en Bélgica; las mesas electorales se constituirían de forma automática con los mayores contribuyentes y una persona que supiera leer y escribir, sin contar con concejales o empleados públicos; el censo electoral pasaría de los ayuntamientos al Instituto Geográfico y Estadístico; y el Tribunal Supremo en primera instancia y en última las Cortes decidirían sobre los casos de fraude electoral. La mitad de los representantes de las diputaciones provinciales serían escogidos por las cámaras de comercio, las ligas agrarias y los gremios profesionales. A fin de debilitar a Solidaritat catalana y ganarse las simpatías de la Lliga Regionalista, en especial de Cambó, propuso agrupar las cuatro diputaciones catalanes en una sola mancomunidad.

                Sus proyectos alzaron una gran polvareda política. Contaron con la oposición de los propios conservadores, con figuras como de La Cierva, y los liberales los consideraron tibios. Tampoco terminaron de ganarse a las supuestas clases neutras, cultas y honradas, que no votaban por asco a la manipulación.

                La ley del terrorismo encontró igualmente oposición, entre los liberales de izquierdas y los republicanos. La Cierva presentó su proyecto en enero de 1908, en el que se podían cerrar los centros y los locales de la prensa anarquista por recomendación de la autoridad provincial, sin pasar por los juzgados, y se permitía el destierro de los libertarios. La campaña de prensa contra el proyecto, con cabeceras prestigiosas como El Liberal, fue notable.

                Asimismo, en la ley de huelgas Maura consideró un derecho proletario la misma huelga, que se notificaría con ocho días de antelación, prohibiéndose toda coacción o desorden.

               La Semana Trágica.

                Del 25 de julio al 2 de agosto de 1909 Barcelona vivió los hechos de la revuelta de la Semana Trágica, los de la iglesia quemada de Joan Maragall. La ciudad se había convertido en una gran urbe industrial, con barrios eminentemente obreros como Horta. Se encontraba sometida a graves problemas de orden público, reiterándose los atentados con bomba. Para llegar al fondo de la cuestión, se contrataron detectives de Scotland Yard, pero solo se libraron enconados debates sobre la responsabilidad moral de tales atentados, en un clima político de crispación. Los círculos católicos acusaron a los educadores laicos, los obreros a los fabricantes y los radicales a las órdenes religiosas. En 1908 la industria algodonera vivía una situación crítica por la superproducción de Estados Unidos y los despidos animaron una convocatoria de huelga general, frustrada por el cierre o lockout de ciertos patronos.

                La prospección de los yacimientos mineros de la región del Rif, en el Norte de Marruecos, ocasionó hostilidades con las cabilas o grupos bereberes alrededor de Melilla. Se llamó a la guerra santa contra los españoles y el 4 de junio Maura cerró las Cortes, con muchos reproches de los liberales, para dirigir las operaciones sin mayores debates. Varios mineros españoles perdieron la vida a manos de los rifeños y la posterior acción del barranco del Lobo (27 de julio) concluyó en desastre para las armas españolas.

                El 10 de julio, en una decisión controvertida, el gobierno de Maura llamó a los soldados de la reserva, cuando podía haber recurrido a otras fuerzas. En la prensa se habló de la guerra de los banqueros asumida por los pobres, en defensa de los intereses de la Sociedad Española de Minas y de la Compañía Norteafricana. El puerto de Barcelona se asignó como uno de los puntos de embarque de tropas, mientras la agitación cundía por la ciudad. Se formó un comité central de huelga con los socialistas, los anarquistas y los sindicalistas independientes, mientras los radicales de Lerroux permanecían a la expectativa.

                El 26 de julio la huelga de tranviarios paralizó Barcelona. Mientras el gobernador civil Ossorio prefería ser clemente, el ministro de Gobernación La Cierva se inclinó por la dureza. Se extendió la huelga y Ossorio dimitió. El capitán general de Cataluña declaró entonces el estado de guerra.

                Comenzaron los asaltos y por la noche del mismo 26 se produjeron los primeros incendios de conventos. El 27 las barricadas y el fuego alteraron una aislada Barcelona, que vivió una situación revolucionaria. Los socialistas se retiraron del movimiento por considerarlo prematuro y las tropas atacaron los barrios obreros, acusando de cantonalismo la prensa del gobierno a los sublevados. El 2 de agosto unos 10.000 soldados ocupaban Barcelona, cuya burguesía (incluida la catalanista) se encontraba aterrorizada.

                La represión fue muy severa, de la mano del ministro de Gobernación La Cierva. Entre los ejecutados en el castillo de Montjuic estuvo el pedagogo anarquista Francisco Ferrer y Guardia, cofundador de la Escuela Moderna. Su ejecución desató una gran protesta internacional. Los liberales hicieron causa común con los republicanos en la campaña Maura, no, a la que se sumaron los socialistas. En las Cortes, Moret pidió la dimisión del gobierno y a que el rey actuara, replicándole violentamente La Cierva de haber favorecido con su política en la presidencia el atentado de 1906 contra Alfonso XIII. Maura respaldó a su ministro de Gobernación y Alfonso XIII aceptó su dimisión protocolaria el 22 de octubre de 1909.

                Maura lo consideró ofensivo y sus seguidores se retraerían del funcionamiento del quebrantado turno pacífico de partidos. La Restauración comenzaba a encallar.  

               El problema religioso.

                Los hechos de la Semana Trágica también habían manifestado, con brutalidad, la animadversión que la Iglesia, concretamente las órdenes religiosas, despertaba en ambientes liberales y obreros. Acusadas aquéllas de acumular un enorme poder económico y educativo, fueron responsabilizadas de la derrota ante Estados Unidos. En Valencia, los republicanos de Blasco Ibáñez y los clericales tuvieron frecuentes peleas en las calles, que acababan como el rosario de la aurora.

                El estreno de la obra teatral Electra de Pérez Galdós en enero de 1901 fue una verdadera conmoción, al hacerse eco del caso Ubao, el de una menor que había ingresado en la vida religiosa sin permiso paterno. A su modo, perfiló los campos entre clericales y anticlericales.

                Entre 1900 y 1910 los religiosos regulares pasaron en total de 54.000 a 67.000, especialmente en Madrid, Barcelona y Valencia, cuando el concordato o acuerdo con la Santa Sede solo permitía tres órdenes religiosas. El Vaticano no vio con buenos ojos las maniobras de los gobiernos liberales.

                Los escolapios, por otra parte, recibieron subvenciones para ejercer la educación, dada la falta de medios del Estado español, a diferencia del republicano francés. La Institución Libre de Enseñanza y los jesuitas sostuvieron frecuentes debates por el modelo educativo a aplicar.

                La transformación de las antiguas propiedades inmobiliarias de la Iglesia en comerciales e industriales también comportó bastante polémica. Los jesuitas fueron censurados por sus participaciones en las empresas de azúcar y tabaco, además de por no pagar los mismos impuestos. Las monjas, cuyo número rondaba las 40.000, fueron acusadas de quitarles el trabajo a las mujeres de los trabajadores. Así pues, la Iglesia volvía a estar en el centro de los debates políticos.

               El gobierno liberal de Canalejas.

                En febrero de 1910 José Canalejas asumió la jefatura de gobierno más por voluntad de Alfonso XIII que de las mismas familias liberales. Sus convicciones pasaban por las de la declaración de derechos de la Constitución de 1869, pero defendió el régimen de la Restauración, inclinándose a menudo por soluciones intervencionistas, alejadas del liberalismo clásico.

                Por recomendación de ciertos políticos franceses, nunca quiso romper con el Vaticano, a pesar que su nuncio o representante en España había considerado la caída de Maura como un triunfo de la masonería internacional. Se tuvo que declarar creyente cuando impulsó la llamada ley del Candado (28 de diciembre de 1910) para que no se establecieran más asociaciones u órdenes religiosas sin permiso del ministerio de Gracia y Justicia, pues la llegada de religiosos de la Francia de la III República había sido importante en los últimos años. Tal ley quedaría sin efecto si en dos años no se aprobara una nueva ley de asociaciones. Al final, los mismos obispos la apoyaron para evitar un voto de censura que hiciera caer a Canalejas y provocar consecuencias peores.

                En contra del parecer de bastantes liberales, Canalejas abolió en 1911 el impuesto de los consumos por considerarlo lesivo para el proletariado, con un periodo transitorio hasta 1920, y en 1912 estableció el servicio militar obligatorio en tiempo de guerra, poniendo fin a la redención en metálico. En tiempos de paz, para no perder dinero, se establecieron los soldados de cuota, reclutas que hacían un servicio militar de cinco meses si pagaban 2.000 pesetas y de diez si satisfacían 1.500.

                Tal reformismo no le evitó enfrentarse con la huelga revolucionaria de 1911, animada por la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (la CNT), nacida en 1910. Distribuyó 10.000 soldados por toda España y él mismo recorrió las calles de Madrid. A diferencia de Maura, supo ser indulgente, al conmutar la pena de muerte a los condenados por los sucesos de aquella huelga en Cullera.

                En 1910 se proclamó la república en Portugal y Alfonso XIII se inclinó por ayudar a restaurar a Manuel II, pero Canalejas se negó, junto con el gobierno británico, lo que no evitó la rebelión de la fragata blindada Numancia, que amenazó con bombardear Málaga a la espera del alzamiento republicano en la misma ciudad, Valencia y Barcelona. Canalejas supo mostrarse firme sin perder la clemencia.

                Aunque Canalejas era inicialmente partidario del centralismo, poco a poco se inclinó hacia soluciones autonomistas. Con la oposición de los liberales de Moret, una vez más, sacó adelante el 5 de junio de 1912 en el Congreso de los Diputados el proyecto de mancomunidad de Cataluña, ratificado en el Senado tras su asesinato. El primer presidente de tal mancomunidad sería Enric Prat de la Riba.

                El 12 de noviembre de 1912 fue asesinado en la cercanía de la madrileña Puerta del Sol por un anarquista, mientras miraba los libros del escaparate de la Librería San Martín. Su muerte ha sido considerada un drama, uno más, de la azarosa Historia Contemporánea de España, que perdía una figura política capaz, de primera línea. Con los mauristas retraídos y los liberales divididos, el sistema de la Restauración se encontraba irremediablemente expuesto a las turbulencias.

                Para saber más.

                Santos Juliá, Un siglo de España. Política y sociedad, Madrid, 1999.

                Javier Tusell, Antonio Maura: una biografía política, Madrid, 1994.

                Joan Connelly Ullman, La Semana Trágica. Estudio sobre las causas socioeconómicas del anticlericalismo en España, 1898-1912, Barcelona, 1972.