LOS PIES DE BARRO DEL COLOSO ABSOLUTISTA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

17.09.2023 11:09

               

                La era del absolutismo fue un tiempo en el que los monarcas reclamaron todos los poderes de su reino para ejercer su potestad de manera más completa. Las leyes y los cuerpos intermedios tuvieron que ceder a su voluntad y a los imperativos de sus ministros, lo que provocó no poco descontento en más de un grupo social. Si la primera mitad del siglo XVIII asistió a su triunfo en Francia y en España, el siglo XVII fue de lucha por imponerse, aprovechándose de la guerra de los Treinta Años.

                El grado de autoritarismo de una monarquía facilitó el camino hacia el absolutismo. En España, la Corona de Castilla estaba sometida desde los Reyes Católicos a una realeza con amplios poderes, servida por poderosos letrados y no sometida a las decisiones de las Cortes. Por el contrario, en la Corona de Aragón instituciones intermedias como el Justicia de Aragón o las Cortes de cada uno de sus componentes limitaron el autoritarismo real. Si en Aragón el choque estalló en 1591, en Cataluña lo hizo en 1640.

                Dentro de este panorama general, el reino de Valencia ha sido presentado usualmente como una tierra más propicia a la voluntad regia. Es una verdad muy a medias. Desde la Baja Edad Media, se habían producido una serie de conflictos con el autoritarismo de sus monarcas: la guerra de la Unión, el movimiento de las Germanías o las oposiciones señoriales al control de los moriscos. En el siglo XVII, el reino concurrió a la defensa de los derechos de Felipe IV en Cataluña. Sin embargo, las parcialidades y los bandos impusieron su propia ley en muchos rincones valencianos. En la ciudad de Alicante, con un importante tráfico comercial con mercaderes extranjeros, no dudaron en practicar el contrabando. La huerta y la ciudad de Valencia fueron asoladas en 1663 por dos cuadrillas de hasta cuarenta hombres. Ni las ejecuciones públicas ni los destierros a lugares tan lejanos como las Filipinas ponían coto a sus acciones. Favorecidos por poderosos locales, los bandoleros valencianos llegaron a mezclarse en las polémicas municipales de localidades castellanas cercanas, como brazo armado de una de las facciones en liza.

                Los virreyes de Valencia eran muy conscientes del problema. Con frecuencia, insistieron de su gravedad al Consejo de Aragón, igualmente consciente. Por muy divididos que estuvieran las facciones de la Corte, todas sabían que el bandolerismo quebrantaba la autoridad pública, que aspiraban a ejercer en su provecho.

                Los bandoleros, claro está, contaban con importantes complicidades, y no sólo de los poderosos. Hartos de imposiciones tributarias, los labradores de la huerta valenciana les prestaron ayuda en 1663. En vista de ello, no se confiaba para nada en la movilización de las milicias locales, en ocasiones tan poco preparadas como motivadas para enfrentarse con las cuadrillas. La disposición de dos batallones, a costa de los lugares, aquel año quedó prácticamente en papel mojado.

                Los virreyes y las autoridades judiciales carecían del nervio de la guerra, del dinero necesario para entrar en combate. En 1663, apenas se contaban con seis libras en la tesorería, según un angustiado virrey que decía haber hecho todo lo posible.  A un servidor de la justicia como el doctor Berenguer se le tuvo que retribuir con dinero prestado.

                La imposición de penas pecuniarias a los delincuentes no aliviaba la situación, pues muchos carecían de dinero o alegaban las dotes de sus esposas. Ni los fondos depositados en Elche paliaron puntualmente el problema. En vista de ello, se solicitó al rey de diez o doce mil ducados, petición a la que se sumó la real audiencia. El absolutismo, en estas circunstancias, tenía los pies de barro.

                Fuentes.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

                Consejo de Aragón, Legajos 0582, nº 056.