LOS SEÑORES DEL FINIS TERRAE. Por Verónica López Subirats.

30.03.2015 06:49

                Las costas de Galicia nunca señalaron el fin del mundo, a pesar de ciertos topónimos y algunas tradiciones, y desde la Edad del Bronce formaron parte de una animada red comercial que enlazaba la Península con las islas del Atlántico entre el 1200 y el 700 antes de Jesucristo como mínimo.

                A partir de la última fecha las sociedades del Noroeste peninsular comenzaron a fraguar una cultura que hemos convenido en llamar castreña, la de los castros siguiendo una expresión tan cara a los conquistadores romanos. Su círculo se extendió por el Norte de Portugal desde el Duero, Galicia, gran parte de Asturias y parte de León y Zamora.

                Ciertas lecturas parciales de Estrabón aunadas con una idea de la Galicia atrasada han alumbrado en el imaginario popular el remoto rincón peninsular de las brujas y de los misterios, donde los celtas dejaron su impronta.

                Hoy en día sabemos que los pueblos de cultura celta influyeron parcialmente en la evolución de la cultura de los castros, cuyo impulso procedió del comercio atlántico y de la creciente labranza de las tierras a partir de la adopción del hierro, un elemento puesto en valor por las civilizaciones mediterráneas y adoptado por las más continentales.

                La observación de las dimensiones de sus yacimientos ha conducido a una conclusión interesante. Al ser los más grandes los de la banda litoral meridional del territorio apuntado, aquí tendría lugar el inicio de la cultura. A medida que vamos alejándonos hacia el Norte los poblados van disminuyendo a nivel general su tamaño.

                Los poblados evidencian con creces que sus habitantes supieron adaptarse a toda clase de terrenos, desde los montañosos del interior a los del litoral, alzando importantes defensas en caso de necesidad. Algunos investigadores han diferenciado tres núcleos de habitación básicos: el castro, la ciudad y la torre. Ello sugiere una densa organización del territorio que más tiene que ver con el desarrollo económico y social que con un tiempo de guerras continuas. En el castro asturiano de Coaña se manejan cifras de 1.500 a 2.000 habitantes por sus investigadores. En Pontevedra destaca el castro de Santa Tegra.

                                    

                Las poblaciones tuvieron el acierto de ubicarse en las proximidades de terrenos agrícolas de buen rendimiento, posibilitando la acumulación de excedentes en años de buenas cosechas en una serie de estancias circulares de tamaño inferior a las viviendas. En la costa los concheros nos informan sobre la continuidad de la vieja actividad del marisqueo. La ganadería y la caza complementaron la dieta de aquellas gentes.

                Una de las características más destacadas de sus poblaciones ha sido la circularidad de sus casas, que ha llevado a todo tipo de disquisiciones. No estaríamos ante sociedades precisamente igualitarias, pero sí de tipo gentilicio en las que la edad desempeña un valioso papel jerarquizador, especialmente en las ceremonias de distribución de alimentos que apuntó Estrabón.

                No parece que este círculo cultural conformara una especie de imperio o de reinos un poco más pequeños, pues abarcó una serie de unidades políticas (como los más de cincuenta pueblos galaicos de época posterior), cuyo desarrollo estatal distamos de conocer con un mínimo de seguridad. A buen seguro estarían regidos por aristocracias guerreras que no desdeñarían ni de lejos la práctica o la inversión comercial. La fragmentada diadema de San Martín de Oscos, decorada con jinetes y guerreros provistos de espadas, escudos y lanzas, nos muestra la representación artística de su prestigio social.

                        

                La religión, como es habitual, también ayudaría a ensalzar la relevancia de unos pocos. En su mundo ideal los motivos entrelazados y las espirales no sólo tendrían una significación estética, sino también de hondo contenido simbólico aún por esclarecer en todas sus dimensiones. La ausencia de necrópolis ha resultado un obstáculo considerable no sólo a la hora de entender su concepción del más allá, sino también su estructuración de la vida terrenal, proponiéndose la difusión del rito de la cremación y del probable esparcimiento de las cenizas para explicarlo.

                Otro elemento de la cultura castreña todavía no explicado satisfactoriamente es el de los monumentos con horno, dotados de dos cámaras a nivel general y de un orificio. Se han apuntado distintas posibilidades: lugares de cremación, de fundición de metales o baños. En todo caso su decoración ha llamado poderosamente la atención, vinculándose inevitablemente al mundo religioso.

                        

                Los conquistadores romanos no arrasaron precisamente la cultura de los castros. Nunca les interesó perder servidores y contribuyentes. Una vez aceptada su autoridad por las aristocracias y las gentes castreñas, se difundió entre ellos su forma de ver las cosas, la romanización. En el Alto Imperio los veteranos castros se convirtieron en distinta medida en villas, alcanzando hasta la arribada de los suevos a estas tierras su legado cultural.