LOS TRASQUILADOS VIKINGOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

14.03.2015 11:27

 

                Toda buena historia necesita villanos, muy malos y crueles para que sea más fascinante. La Edad Media a veces ha caído en manos de desaprensivos que no querían que la realidad les estropeara un buen relato de violencia gratuita. Los vikingos han protagonizado en más de un melodrama el papel de asesinos desalmados.

                Ningún autor serio, por muy revisionista que sea, niega la capacidad de saquear, violar, esclavizar y asesinar de los vikingos, pero también se les reconoce sus méritos como navegantes y organizadores. Los ingleses y nuestros amigos los irlandeses tenemos mucho de vikingo. Sin caer en exaltaciones hemos de reconocer que no siempre los vikingos abrieron las puertas del infierno, haciendo ineludible el feudalismo, ni fueron los taimados verdugos en todos los lances de su ajetreada trayectoria.

                Aquellos hombres de Escandinavia nunca fueron unos adeptos del poder blando y dejaron que otros contaran los hechos por ellos, generalmente monjes traumatizados dados a la prosa apocalíptica. Ciertamente los vikingos cultivaron con dedicación su fama de malditos para sembrar el terror entre sus adversarios. Entendieron, pues, la guerra psicológica en toda su temible dimensión.

                Los Anales de Fulda del 873 son arquetípicos de su barbarie furiosa, aunque en el fondo muchas veces describen incursiones de saqueo. En la Europa de la época una serie de bandas guerreras se afanaban por controlar un territorio y esquilmar a sus vecinos en un panorama digno del África Subsahariana de hoy.

                                

                No todos los depredadores eran vikingos.

                El vikingo Rodolfo se hizo célebre por tierras de Frisia con sus depredaciones, gravando a fuego su mal recuerdo. Hasta donde sabemos se le puede considerar más afortunado que otra cosa. No se aventuró hacia tierras más continentales más protegidas.

                Menos prudentes se mostraron los vikingos asentados en Leicester y Northampton. Se arriesgaron en busca de botín hacia el jugoso Sur de Britania en el 917 y lo único que consiguieron fue salir bien trasquilados.

                Los monasterios, no siempre remansos de paz, tentaron mucho sus apetencias. En la católica Irlanda los orígenes de la banca y de los depósitos bancarios se encuentran entre sus muros, pues muchos acaudalados les confiaron sus fortunas. Conocedores de tales secretos los vikingos añadieron otro glorioso capítulo a la historia de la delincuencia en las islas Británicas (o Atlánticas si usted no es inglés).

                Ofrecer la otra mejilla se dejaba a Jesucristo y los abades y los obispos empuñaban las armas con soltura contra los vikingos. Estos hijos de la aristocracia guerrera sabían mandar tropas. En el 882 el obispo Wala de Metz terminó derrotado ante los vikingos. Su arzobispo, Hincmar de Reims, se lo agradeció censurándolo a título póstumo. Más suerte alcanzó el arzobispo de Mainz Liuberto en el 883 al derrotarlos.

                No pararon aquí sus fracasos. En el 894 cuando retornaban del asedio de Exeter fueron vencidos por los ciudadanos de Chichester, siguiendo los usos de las asociaciones juradas de hombres corrientes. No siempre los caballeros fueron los defensores de las gentes del común ni los vikingos las alimañas de nuestros viejos libros.