MAGNATES FACINEROSOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El reinado del joven Fernando IV de Castilla no comenzó con buenos augurios un 6 de diciembre de 1295, pues la familia real distaba mucho de estar unida. Magnates como el infante don Juan, tío del monarca, disponían de una importante fortuna y de una no menos considerable influencia, aspirando a ser decisivo en la vida política de la Corona de Castilla. Lo cierto es que esta clase de aspiraciones ya había creado contenciosos desde finales del reinado de Alfonso X. Se discutía si la voluntad del rey iba a ejercerse de forma expedita o si los magnates iban a mediatizarla.
Las tierras castellanas se convirtieron en un campo de Marte entre 1295 y 1306, en el que desde los principales nobles a los más modestos caballeros hicieron de las suyas. Sus violencias se encaminaban a fortalecer su posición y poder en el reino por la vía práctica. Cuando se abrieron las Cortes en el Valladolid de la primavera de 1307, los más conspicuos acudieron. Junto a la reina madre doña María de Molina, hicieron acto de presencia el citado infante don Juan (adelantado mayor de la frontera), los hermanos del rey don Pedro y don Felipe, y el mayordomo mayor don Juan Núñez. Sabían que los representantes de los concejos iban a cargar contra las acciones de los ricos-hombres, y con sagacidad esquivaron sus responsabilidades presentándose como pacificadores.
Los prohombres o dirigentes de los concejos sacaron sus propias conclusiones de tantos años de penalidades, que alimentaron toda una filosofía política. La justicia del rey, tan cara a Dios, había caído en completo descrédito cuando no era ejercida por los caballeros y hombres buenos de las villas. Sus leyes o fueros particulares se quebrantaban por doquier, y el reino se empobrecía de manera inexorable. También detestaban a los recaudadores judíos, acusados de usura.
Sin embargo, su imagen de los ricos-hombres todavía fue más terrible, particularmente entre las gentes de los concejos de Castilla y Extremadura. Verdaderos quebrantadores del orden real, se apoderaban de las alcaldías de las villas para hacer su voluntad, sin respetar los fueros locales. También se hacían con el dominio de los alcázares de las fortalezas de las villas y castillos. Privaban a los concejos de aldeas, términos y pecheros, imponiendo a la par severos tributos como recaudadores y tomando sin pagar yantares y conduchos. No sólo se comportaban como reyes sin corona desaforados, sino también como delincuentes que cometían fechorías desde sus castillos y casas fuertes.
El rey y los de su casa tampoco se condujeron con más respeto en numerosas ocasiones. Auténtico culmen de los ricos-hombres, sus alcaldes de corte hacían cartas desaforadas, concedía escribanías y notarias no ajustándose a las leyes locales, y su séquito tomaba sin compensación las acémilas que deseaban.
Como los representantes de las ciudades y villas no tenían el poder suficiente, apostaron por un gobierno real responsable, en el que los ricos-hombres depusieran su actitud levantisca. El estado de paz momentáneo de 1307 aconsejaba un auténtico pacto. El monarca debía conocer la recaudación exacta de sus rentas foreras y otros derechos para repartirlas según su voluntad con los infantes, ricos-hombres y caballeros. El aparato y los recursos de la administración de la Corona de Castilla terminaba beneficiando a la aristocracia más poderosa, que no estuvo dispuesta a cambiar el orden político legalmente. El río revuelto de la política le había resultado y le resultaría mucho más útil.
Fuentes.
Crónica de Fernando IV. Estudio y edición de un texto postalfonsí. A cargo de Carmen Benítez Guerrero, Sevilla, 2017.