MEDINA DEL CAMPO, LAS FERIAS DE CASTILLA.

21.03.2018 11:20

                Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.

                La Castilla del siglo XV vivió momentos políticos muy difíciles, pero también un innegable impulso económico. Sus rebaños de ovejas trashumantes rindieron valiosas cantidades de lana, que parcialmente aprovechó la pañería de ciudades como Segovia o Cuenca. La producción especializada también ganó fuerza en Toledo o Córdoba, y el comercio se extendió por las tierras castellanas, enlazando con el de otros puntos de Europa. La necesidad de créditos más crecidos, justo cuando las comunidades judías padecieron un mayor odio, hizo aconsejable el desarrollo de unos verdaderos polos financieros y comerciales en distintos puntos, las ferias o reuniones de compra y venta de productos variados que tenían lugar anualmente por las mismas fechas. Gozaban de la protección de las autoridades, que concedían franquicias tributarias al efecto y protegían sus caminos de acceso. En Castilla adquirieron fama y protagonismo las ferias de Medina del Campo.

                Aquéllas no fueron precisamente las más antiguas de las castellanas. Del reinado del breve Enrique I datan las de Brihuega y las de Valladolid tuvieron una gran relevancia a comienzos del siglo XIV, según se desprende de los cuadernos de las Cortes de 1322. Consciente del valor de tal institución, Alfonso XI concedió a Burgos feria en 1339. La proliferación de las ferias ocasionó inconvenientes al coincidir sus fechas de celebración. Para evitar los problemas de competencia, Fernando IV estableció en 1305 desde Medina del Campo que no se celebraran otras ferias cuando coincidieran con los días de las de Brihuega o Alcalá. También las Cortes de Castilla abordaron desde Medina del Campo en 1370 la cuestión de los cambios o tratos financieros, que debían de acomodarse al interés prescrito.            

                Por aquellos años no consta que se realizara ninguna feria en Medina del Campo, y los distintos autores que han estudiado el tema desde don Cristóbal Espejo a comienzos del siglo XX se han inclinado a considerar al infante don Fernando, el de Antequera y el primer rey Trastámara de Aragón, su fundador. Nacido en Medina del Campo en 1380, recibió su dominio a los diez años junto al de las villas de Cuéllar y Olmedo, el castillo de Peñafiel y el señorío de Lara. Alentó el alzamiento del monasterio de San Andrés en su localidad natal y el desarrollo urbano alrededor de su Plaza, concediendo a sus servidores solares y dinero para ello. De manera más segura, las ferias de Medina del Campo pueden fecharse a partir de las Ordenanzas de 1421, dadas por su viuda doña Leonor de Alburquerque, la conocida como la rica hembra por su patrimonio antes de casarse, aunque la institución dataría de tiempos anteriores.

                Medina del Campo, a orillas del río Zapardiel, se enclavaba en el centro de las comunicaciones entre puntos tan importantes como Ávila, Segovia, Cuéllar, Aranda de Duero, Valladolid, Palencia, Tordesillas, Benavente, Zamora o Salamanca, dibujando un área de florecimiento del negocio lanero en la Baja Edad Media, con notables prolongaciones hacia Burgos y el reino de Portugal. Sus ferias se impusieron a las vallisoletanas, pero tuvieron que competir a finales del siglo XV con las de Villalón (promovidas por la casa nobiliaria de Benavente) y las de Medina de Rioseco.

                Las ferias de Medina del Campo se terminaron celebrando en los meses de mayo y octubre, y dispensaron una gran prosperidad, pues también las frecuentaron hombres de negocios de otras partes de Europa Occidental, como los portugueses, exentos por gracia real de satisfacer las alcabalas, pero no de pagar el portazgo municipal. Sin embargo, la afluencia de tantas gentes en aquellos meses ocasionó problemas muy sensibles de alojamiento y de entendimiento con los vecinos, que se trataron de resolver con las citadas Ordenanzas de 1421. Con todos sus inconvenientes, se confirmaron en lo esencial en 1439 y 1480.

                Se instituyó una autoridad encargada de supervisar la buena marcha de las ferias, la del aposentador mayor, dignidad que en principio recayó en Diego Gutiérrez. Debía dar alojamiento a los mercaderes llegados sin perjudicar los intereses del vecindario, distribuirlos por las diferentes zonas comerciales de la villa y resolver los pleitos que se plantearan a causa de la dinámica de las ferias, complementando de la forma más eficaz posible la gestión del concejo medinense. Los aposentadores menores lo auxiliaban en sus tareas, y tenía a su disposición una fuerza de guardianes y alguaciles para hacer cumplir lo establecido. Los veedores inspeccionaban los negocios y la actividad ferial, y los escribanos tomaban nota de lo importante y expedían los documentos pertinentes. Los contadores estaban al tanto de los dineros asignados al pago de los alquileres a los dueños de los inmuebles para hospedar a los comerciantes y disponer de sus mercancías, y los cobradores debían exigirles lo que faltaba o de darles lo que sobraba de más. Muchas medinenses se dedicaron al cobro. Asimismo, los propietarios de las fincas urbanas de las Cuatro Calles, la Mercería y la Plaza eran representados ante tales autoridades por sus diputados a fin de lograr unas condiciones más óptimas.

                Las fuentes de mediados del siglo XV ya se hicieron eco de lo concurridas que resultaron ser las ferias de Medina del Campo. En su calle de la Rúa desplegaron sus negocios los comerciantes de los paños mayores de lana, de la seda y de oro. Los que vendían por varas, y no por piezas enteras, se ubicaron en la vía que se dirigía a la Plaza. Se inspeccionaron las posadas para evitar los fraudes, algo que no siempre se consiguió, y en la villa se podían contratar lanas, paños, sedas, joyas y otros productos cotizados. Aquí se proveía la corte castellana de lo más necesario y lo más suntuoso. Era tanta la gente llegada a sus ferias que las mercancías a veces se tenían que almacenar en el convento de San Francisco, a la espera de vender los primeros géneros en las casas de comercio y las lonjas, y las misas de la Colegial se oficiaban desde su balcón al no caber tantas personas dentro del templo.

                Semejante afluencia de hombres de negocios y de objetos de valor movió una gran cantidad de dinero, cuyo transporte y cambio de una moneda a otra no resultó tarea sencilla. En 1445 se abogó por que ningún cambista impusiera su monopolio exclusivista en una localidad. Se declaró, pues, la libertad del ejercicio de tal oficio dentro de unas normas. Los cambios o entidades bancarias de la época debían de presentar ante el concejo fianzas de su solvencia para operar por ferias, que debían ser examinadas cuidadosamente por los regidores para evitar problemas de liquidez y financieros muy serios, perjudiciales para la prosperidad de la villa. En los cambios tenían cuenta corriente aquellos mercaderes que les habían confiado su dinero, con intereses que iban del tres al siete por mil, y podían pagar y recibir lo adeudado desde otros puntos. Los llamados asientos o constataciones de una operación mercantil sustanciada finalmente en las ferias medinenses llegaron a viajar por toda Castilla y por otros reinos. Las compra-ventas se agilizaban notoriamente por este medio, y las letras de cambio o pagarés a satisfacer en Medina del Campo alcanzaron notoriedad y popularidad. Al concluir las ferias, los libros de contabilidad de los cambios podían retirarse por orden del corregidor. Los negocios de una parte importante de Castilla comenzaron a girar alrededor de sus apreciadas ferias, pues los hombres de negocios que operaban en las mismas eran capaces de avanzar dinero al contado a cambio de los frutos de la próxima cosecha, algo muy tentador para campesinos atenazados por los problemas estacionales y pendientes del pago de los impuestos.

                En la villa se formó una oligarquía de comerciantes y financieros, de la que formaron parte los linajes de los Diez de Mercado, los Bobadilla y los Montalvo a comienzos del siglo XVI. Semejante grupo no abdicó, pese a la clara orientación exterior de la villa, de la visión de protección municipalista tan propia de finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna. En 1539 quiso evitar la entrada de vino forastero en sus términos, dado el aumento de la viticultura medinense desde 1520. La actuación de sus guardias fue corregida en 1488 por la monarquía, al molestar a los que acudían a sus ferias, aunque se atendió a varias de sus demandas ante el crecimiento de la villa. Entre 1495 y 1502 se autorizó el gasto de 25.000 maravedíes para construir una alberca en Fuentelapeña para que abrevaran los ganados que llegaban por el camino de Dueñas, el de 30.000 de los propios para la casa del peso de la harina, y el de 90.000 para la construcción de la alhóndiga en la plaza de San Nicolás. Los mudéjares medinenses pudieron abrir tienda fuera de la morería.

                La expansión ferial ocasionó más de un inconveniente. Creció la población flotante y el número de vagabundos, atraídos por la posibilidad de subsistir, y se estableció un procurador de pobres con funciones asistenciales dentro de los cánones de su época. La leña a veces escaseó, por lo que se trató de fomentar la plantación de árboles, así como el cereal necesario para alimentar a muchos recién llegados. No se pudo derruir el puente de San Miguel, temible conductor de los desbordamientos del Zapardiel hacia la villa, por ser de gran interés para el acceso comercial, y se tuvieron que derribar las casas alzadas sobre el mismo para que las aguas impetuosas pudieran pasar por encima. A veces los hombres de negocios extranjeros, como los portugueses, levantaron fuertes sospechas, y en 1484 tuvieron que recibir seguridades de los mismos reyes para acudir a la feria de mayo.

                Los incendios castigaron Medina del Campo más de una vez, como en 1479 y en 1491, pero el 21 de agosto de 1520 padeció uno, durante la guerra de las Comunidades, que terminó incendiando a buena parte de Castilla, dada la relevancia de la plaza, cuando los medinenses se negaron a entregar la artillería de la plaza a los comandantes realistas Rodrigo Ronquillo y Antonio de Fonseca. Las llamas afectaron a buena parte de la villa y el mismo convento franciscano ardió, quemándose muchos documentos de gran valor. Los ofrecimientos de amparo reales, como el de Enrique IV en 1473, se antojaron vanos entonces, pero el círculo Carlos V se mostraría muy interesado en los negocios medinenses al requerir ingentes sumas de dinero para las empresas imperiales. A partir del César Carlos la contratación financiera real sobrepasó a la de los particulares, y la del dinero en sí a la de mercancías. Medina del Campo como el resto de Castilla había pasado al servicio de señores con intereses que iban más allá de Hispania.

                Víctor Manuel Galán Tendero.