MIGUEL EL ESCRITOR Y EL REY FELIPE. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

22.04.2016 06:50

 

                Un 22 de abril de 1616, en su domicilio de la matritense calle del León, murió Miguel de Cervantes, uno de los españoles más importantes de la Historia. Como su fallecimiento se registró al día siguiente, consta en innumerables libros que pasó al otro mundo un 23 de abril, día de San Jorge. Años antes, un 13 de septiembre de 1598, había muerto Felipe II, el poderoso rey al que el escritor le dedicara un famoso soneto a su túmulo funerario en la catedral de Sevilla.

                En el Quijote Cervantes recomendó seguir la carrera del mar, la Iglesia o la casa real para prosperar y ganar honra. Bien sabido es que nuestro autor fue soldado en el frente de guerra del Mediterráneo contra los turcos otomanos y más tarde comisario de abastos en Andalucía para la Armada Invencible, cuya derrota deploró. De todo ello no logró la deseada promoción.

                El bueno de don Miguel la deseó, sin lugar a dudas. En 1577 dirigió una justamente reivindicada Epístola al secretario real Mateo Vázquez en la que instaba a Felipe II a completar la conquista de Argel que intentara su padre Carlos V. En su obra teatral de 1585 El trato de Argel hizo buen uso de su experiencia como informador real, como espía, en la hispánica plaza de Orán.

                Cervantes, hombre de su tiempo, nunca cuestionó la monarquía como forma de gobierno ni pudo criticar abiertamente a Felipe II, aunque de tanto en tanto dejara escapar sus sentimientos. En el poema Ya que se ha llegado el día, así llamado por su inicio, tras celebrar los triunfos del monarca, censuró con ironía los nefastos resultados hacendísticos de su política exterior:

                 Quedar las arcas vacías,

                donde se encerraba el oro

                que dicen que recogías,

                nos muestra que tu tesoro

                en el cielo lo escondías

                Es curioso, y sintomático, que La española inglesa, publicada en 1613 en un tiempo de distensión con Inglaterra, trazara una imagen favorable de Isabel I.

                A este respecto su opinión y sus sentimientos no difirieron del de muchos castellanos coetáneos. En las Cortes de 1593, el procurador de Madrid Francisco de Monzón expresó el hartazgo con las guerras del rey en nombre del catolicismo con su lapidario “pues ellos se quieren perder que se pierdan.”

                En varias ocasiones los historiadores han visto en don Quijote la encarnación de aquella España guerrera y aventurera que daba la espalda a la más cruda realidad. Es una verdad a medias, ya que los arbitristas, de los que también se burlaría Cervantes en alguna ocasión, propusieron atajar los problemas examinándola con ojos de médico de la sociedad. En aquella España, en aquella Castilla, muchos hidalgos carecieron de la brava bondad de don Alonso Quijano y en vez de recorrer caminos en busca de honrosas aventuras se afanaron en hacerse con el control de los gobiernos municipales y de apropiarse de muchos de los recursos de sus patrias chicas con las armas de los letrados, sin arriesgar su vida ni su fortuna en ningún combate. La España de don Quijote fue con frecuencia la que vivió al margen de lo que predicó, en la que hombres con inferior calidad humana a la de don Miguel de Cervantes hicieron carrera bajo reyes como el calculador y atento a su gloria Felipe II. Quizá por ello sea nuestro Cervantes uno de los más universales españoles.