POBLACIONES HUMANAS, POBLACIONES ANIMALES. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

14.06.2025 12:48

              

                La Historia humana se encuentra muy enlazada con la de las otras especies animales (y vegetales) de la naturaleza. Los ecologistas alemanes más taxativos han considerado la singladura del homo sapiens como el arrinconamiento letal del resto de las criaturas. Ciertamente la dialéctica de los ecosistemas es mucho más compleja, como demuestran una serie de ejemplos.

                La pandemia del coronavirus nos dejó episodios como la aparición de jabalíes en Barcelona. Al confinarse los humanos para evitar el contagio, muchos animales se vieron impulsados, por seguridad y necesidad a la par, a aventurarse en ciudades que solo les deparaban hasta el momento espacios escasos, muchos de carácter doméstico. Salvando diferencias, una eclosión de la vida animal también se ha verificado en Chernóbil más de treinta años después del sonado accidente nuclear.

                  Las catástrofes que hacen retroceder la ocupación humana son seguidas muchas veces de la expansión de la vida animal. Así sucedió con el búfalo en la América del Norte del siglo XVI tras las epidemias de viruela que castigaron a las poblaciones nativas. Durante su expedición de socorro a Orihuela, atacada por Pedro I de CastillaPedro IV de Aragón describió en 1364 la gran cantidad de animales que encontró entre Sax y Abanilla, cuyas partidas ya poco pobladas habían encajado los efectos de la peste negra. Así lo describió en este pasaje de su Crónica, que ofrecemos en castellano actual:

        “Y en el camino de la dicha jornada, pues la tierra que transitábamos estaba yerma, desierta y llena de gran multitud de caza, es decir, de perdices, conejos y liebres, sucedió que, por la mucha gente que estaba con Nos, no se logró caza de perdices, conejos o liebres que no fuera tomada, así por los grandes gritos y alaridos dados por las gentes y por la ejecución que se hacía personalmente por mucha gente de nuestra hueste. Así que, según por algunos se arbitró, más de diez mil pares de perdices y quinientas cargas de conejos y liebres fueron presas por las gentes de nuestra hueste, de lo que obtuvimos gran refresco.”

                La actividad cinegética se benefició de ello y las carnes de los animales cazados se vendieron en muchos puntos de la Europa bajomedieval. Era un aspecto más de aquella particular eclosión de la naturaleza ante los problemas de la especie humana.

                La expansión ultramarina europea abrió nuevos escenarios. El Atlántico atrajo fuertemente a los portugueses del siglo XV, cuyas islas brindaban halagüeñas perspectivas de enriquecimiento. Sus hidalgos habían cruzado armas con fortuna desigual con los musulmanes de Fez, pues la conquista de Ceuta no había sido el prolegómeno de mayores conquistas al otro lado del Estrecho. Los navegantes abrieron una nueva perspectiva a una empresa iniciada con afanes de cruzada por la monarquía.

               El archipiélago de Madeira se ofreció con atractivo virginal a los emprendedores portugueses. Las accidentadas islas de Madeira y Porto Santo pudieron ser colonizadas, convirtiéndose en útiles escalas de navegación. La cotizada caña de azúcar podía aportar riqueza a aquellas tierras de promisión.

                En 1420 llegaron los portugueses al archipiélago prestos a colonizarlo. Eran una mezcolanza de hidalgos, mercaderes y labradores las gentes de aquella fundación. El rey de Portugal concedía a un prohombre la autoridad necesaria para organizarla y regirla en su nombre, el capitán donatario, más poderoso que un simple funcionario de la corona y menos que un señor feudal. El honor recayó en el futuro suegro de Cristóbal Colón, Bartolomé Perestrello, de linaje caballeresco italiano.

                En Porto Santo tuvo la ocurrencia de dejar en libertad a unos pocos conejos, tan habituales en la Península Ibérica hasta el extremo de bautizarla como Hispania, la tierra de los conejos de los fenicios según una tradición no del todo confirmada. Aquellos voraces roedores se multiplicaron prolíficamente en la isla, devorando la naturaleza original y la que los colonizadores intentaban implantar. Determinados a no dejarse vencer, los portugueses se organizaron contra tal plaga. Organizaron cuadrillas de batidores y atacaron sus madrigueras.

                De nada sirvieron sus energías, pues no fueron capaces de detenerlos. Los portugueses optaron por retirarse a Madeira en busca de mejores condiciones. En 1455 los conejos todavía imponían su ley en Porto Santo. No sería la primera vez que estos roedores comprometieran una colonización europea, como sucedería en Australia.  

                En otras ocasiones, la partida entre humanos y otras especies animales no sería favorable a las segundas. Hace unos 8.500 años en el territorio del actual Colorado una partida de cazadores precipitó hacia un barranco a una manada de bisontes occidentales, hoy extinguidos, compuesta por cuarenta y seis machos adultos, sesenta y tres hembras adultas, veintisiete machos jóvenes, treinta y ocho hembras jóvenes, y dieciséis crías. La batida arrojó unos treinta mil kilos de carne a los cazadores. Al igual que en Eurasia el bisonte ocupó un lugar medular en las sociedades paleolíticas de la América Septentrional, alimentándolas con su carne, proporcionándoles los huesos el material para sus útiles, abrigándolos con sus pieles, y brindando su corazón el más acabado tributo al valor del jefe. En su religión el bisonte fue reverenciado.

                A la llegada de los europeos al Nuevo Mundo no pocas enfermedades hicieron mella entre los pueblos amerindios más allá de las porosas fronteras imperiales. En la poblada cuenca del Misisipi de principios del siglo XVI la dolencia segó muchas vidas, y el ecosistema de la pradera de hierba ganó en extensión favoreciendo el aumento de las manadas de búfalos. Algunos autores han calculado en setenta y cinco millones el número de búfalos en la Norteamérica de principios del siglo XVIII.

                A partir de 1730 la presión de los colonizadores europeos obligó a no pocos grupos amerindios a adentrarse en las Grandes Llanuras, esta vez equipados con mejores armas y provistos de veloces caballos. Un siglo más tarde los cazadores pieles rojas fueron sustituidos con rapidez por los estadounidenses. Mucho más expeditivos, y con otra visión de la vida, fueron capaces de aniquilar grandes manadas con enorme celeridad. En la temporada de 1872-73 dieron caza a doscientos mil bisontes en Kansas. De 1870 a 1875 se calcula que aniquilaron a dos millones y medio en el interior continental, cuando ya los habían extinguido en el territorio del Sudoeste.

                Terminada la guerra de Secesión se encendieron los conflictos conocidos como las guerras indias, y para yugular la resistencia piel roja el ejército de la Unión alentó la matanza de bisontes, forzando el hambre y la capitulación. Las compañías ferroviarias, esenciales en los nuevos Estados Unidos, emplearon en ocasiones las pistas de los bisontes para tender sus principales líneas. La carne de las manadas alimentaría ahora a sus cuadrillas de trabajadores, y la caza del egregio bisonte se convertiría en un lamentable espectáculo turístico para amenizar el largo viaje. En su publicidad se ofrecía al aliciente de disparar desde las ventanas de los vagones a las pobres bestias de las praderas. Un verdadero ejemplo de imperialismo ecológico claramente destructor.

                En 1872-74 sólo el ferrocarril de Santa Fe llegaría a trasladar hasta cinco millones de kilos de huesos de bisonte destinados para abono. Al llegar el año 1889 los bisontes parecían a punto de ser extinguidos, reduciéndose su número a quinientos cuarenta y uno. Tras la espantosa matanza algunos tomaron conciencia del mal, y en 1902 el Congreso meditó crear el primer parque nacional o reserva para proteger al último rebaño de la América del Norte. El conservacionismo se alió con el nacionalismo para evitar lo peor. Hoy en día, numerosas autoridades prosiguen encarándose con los dilemas de aprovechamiento y preservación de la vida animal.

               Para saber más.

               Alfred W. Crosby, Imperialismo ecológico. La expansión biológica de Europa, 900-1900, Barcelona, 1988.