SIMBAD, MÁS ALLÁ DEL CUENTO INFANTIL. Por Esteban Martínez Escrig.

25.08.2014 17:02

                

    Las aventuras de Simbad no tuvieron lugar en el imperio de la puerilidad, pese a que sus siete viajes nos relatan la sorpresa de las ballenas y de los corceles del rey Mihrage, la fuerza de rapaces enormes y grandes serpientes custodias de piedras preciosas, los irritantes hombrecillos al servicio de los cíclopes devoradores, la antropofagia de los negros insulares junto a la fatalidad de ciertos lazos conyugales, los riesgos de un anciano parasitariamente enroscado al cuerpo del protagonista y las riquezas de la isla de Camari, las maravillas de la isla de Serendyb, y la salvación del protagonista de la furia de los elefantes.

    Elaboradas en tiempos de los abásidas, su narrador quizá se encarara con un oyente envidioso de la riqueza de los grandes mercaderes, y en Bagdad y Basora la piedad de la limosna no colmaba ni por asomo el foso de la segregación social. Simbad simbolizó, pues, la justa recompensa de los azares de los viajes comerciales.

    Sus pretensiones de respetabilidad social y religiosa apartaron de sí algunas seducciones de la narrativa védica y brahmánica, propias de los mundos “fantásticos” que recorría, y nuestro protagonista nunca se encuadró en la estructura de los tres personajes y de las tres opciones, sino que abrazaría la complejidad elemental del dilema, asemejándose a Ulises y a Jonás. En el siglo XV el navegante Ahmad ibn Majid censuró la práctica religiosa de los musulmanes de Malasia, surgida de matrimonios mixtos, pero en el 851 el viajero Suleiman tuvo que ser mucho más cauto, como el Simbad que supo ser musulmán sin resultar ofensivo a sus interlocutores del Índico.

    Los productos y seres vivos reales enunciados en sus relatos nos llevan al Sur de la India, Sumatra, las islas Andamán y de los Negros, Nicobar, y Sri Lanka. Su principal mar fue el de Herkend, ante el golfo de Bengala. De gran riqueza mercantil, los anales chinos del siglo I sostenían que una nave podía surcar las aguas índicas hasta alcanzar las costas del imperio romano en tres meses con tiempo favorable. Disputadas sus rutas por bizantinos y persas, los pescadores de perlas de Omán y Bahrein conformaron la vanguardia islámica que enlazó Mesopotamia con China, tocando puerto en Cantón en el 671.

    Simbad navegó entre el salvajismo y la civilización en términos ilustrados, expresando aquél a través de las poblaciones negroides de antropófagos, dignas de esclavización en la mentalidad medieval. La admiración por la stupa no lleva a aceptar la verdad del otro, y el desprecio de las serpientes se relaciona con la protección que su rey Mucolinda dispensó a Buda enroscándose siete veces en su cuerpo. Asimismo, las rapaces (los rocs) contra las que pugnó eran en Indonesia el vehículo del dios hindú Visnú, que velaba por el orden universal y representaba la esotérica palabra voladora de los Vedas.

    Tras ser apresado por los piratas hacia Serendyb, actividad en la que descollaron en el siglo VIII los hinduistas Cham, Simbad es obligado a cazar elefantes. Al ser capturado por uno de estos animales, fue conducido a su cementerio para que se proveyera de marfil y los dejara en paz. Ibn Battuta en el siglo XIV refiere que el jeque Abu Abdallah ibn Jarif, cuya tumba se veneraba en Siraz, fue salvado por los propios elefantes de Serendyb y consiguió el permiso de paso y comercio para los musulmanes.

    Simbad no representa al creyente fanático, sino al guiado por la inteligencia, capaz de tomar elementos a su conveniencia. Su relato se ha convertido con toda justicia en uno de los santuarios de los admiradores de la literatura universal y en un preciado rubí de las Mil y una noches.

    -Los pescadores de Omán en una fotografía de Jordi Esteva.-