UN NORMANDO MUY VIKINGO, ROBERTO EL MAGNÍFICO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

07.08.2015 21:52

                Desde el 911 hasta el 1027 los vikingos habían recorrido un largo camino histórico en una tierra que terminaría llamándose Normandía. Poco a poco habían ido abandonando su religión e idioma ancestral por el cristianismo y una forma del francés septentrional. Se habían enredado en las entretelas de la política de la Francia Occidental y habían constituido una vigorosa autoridad ducal.

                    

                A la muerte del duque Ricardo II en el 1027 ocupó su lugar su hijo legítimo mayor Ricardo, que murió al poco tiempo. Aunque se habló de una indigestión como causa de la muerte, las sospechas de envenenamiento recayeron en su madre Judith de Bretaña, favorecedora de su otro hijo menor, Roberto, de diecisiete años.

                La tradición normanda se complace en narrar los amoríos entre el joven duque y la bella hija de un peletero, Arlette, en Falaise, de cuyo vientre brotó un gran árbol que cubrió de protectora sombra toda la Normandía. Tal historia no dejaba de ser una exaltación de su hijo Guillermo, conocido a veces como el Bastardo, lo que los más piadosos antropólogos han interpretado como una pervivencia del more danico o costumbre danesa de tomar mujer libremente.

                Roberto se enfrentó al levantamiento del linaje de los condes de Bellême, acaudillados por Guillermo el Armado, Talvas, que se hizo con el control de la estratégica Alençon, esencial para asegurar las comunicaciones del ducado con el Sur. El joven duque lo quebrantó y le obligó a presentarse ante él a cuatro patas y con una silla en el lomo. También le hizo pagar caro su apoyo al conde de Bretaña Alain III.

                    

                En aquel tiempo la Francia actual no existía. Se encontraba en formación. La dinastía de los Capetos, teórica señora de los duques normandos, se encontraba en apuros. Roberto el Piadoso nombró como su sucesor al frente de la realeza a su hijo Enrique, que sufrió la oposición de la viuda Constanza de Provenza. El duque de Normandía acudió en ayuda del nuevo rey, triunfando en el campo de batalla de Fécamp la víspera de un Domingo de Ramos. A cambio logró el Vexin a poca distancia de París.

                También tomó Roberto bajo su protección en la corte de Rouen a sus primos Alfredo y Eduardo, expulsados de Inglaterra por su padrastro Knut. Organizó una armada de conquista, verdadero precedente de la de su hijo el Conquistador, que no llegó a Britania por causa de los vientos, pero que sirvió para someter a más duro vasallaje a los vecinos bretones.

                    

                De su munificencia se benefició la Iglesia. Protegió la fundación de la abadía de Bec-Hellouin, en el valle de la Risle, e impuso su autoridad sobre los eclesiásticos de sus dominios en un tiempo de inquietud espiritual. El hambre y la epidemia castigaron Normandía en el 1032, un año antes del Milenario de la Redención. En el 1034 el duque tomó la determinación de peregrinar a Tierra Santa, a la que partió en enero del 1035, dejando a su pequeño hijo Ricardo como heredero.

                Tomó la ruta del valle del Sena, alcanzó Besançon, franqueó los Alpes y llegó a Roma, donde cubrió con un rico brocado la estatua del emperador Marco Aurelio de la intemperie. A lo largo de su viaje dio buenas muestras de su carácter espléndido, digno de un gran señor de su tiempo. Puso herraduras de oro a su mula para hacer su entrada en Constantinopla, mostró su dignidad en un banquete ofrecido por el emperador bizantino y pagó el besante de oro de todos los peregrinos que iban a entrar en Jerusalén el mismo día que él. Decididamente era Roberto el Magnífico.

                

                Cuando dejó la ciudad santa en junio del 1035 el calor resultaba sofocante. En la Meseta de Anatolia las cosas no fueron mejor y el duque no pudo montar en su mula. Tuvo que ser llevado en litera por sus servidores musulmanes. Un peregrino de la normanda Coutances se lo cruzó y al reconocerlo el duque le dijo que manifestara a sus amigos y a los normandos al retornar que sería conducido al Paraíso por diablos vivientes. De ahí también su apodo de Roberto el Diablo. El 2 de julio fue sepultado en la catedral de Nicea a los veinticinco años aquel descendiente de vikingos que dejaría una Normandía en transformación.