UNA GUERRA CONTRA LOS MORISCOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

09.09.2022 12:21

 

Una expulsión de grandes consecuencias.

La expulsión de los moriscos del reino de Valencia contó con episodios bélicos como la rebelión de Laguar, el último combate entre musulmanes y cristianos en tierras alicantinas, digno epígono de los de la Reconquista en el que participaron hombres de nuestra ciudad. A los cuatrocientos años de distancia no está de más recordarla.

Tras vencer poderosas vacilaciones Felipe III se inclinó por expulsar de sus reinos a los moriscos, los musulmanes forzados a convertirse al cristianismo que secreta y privadamente conservaron su fe y costumbres. Eran los herederos directos de los mudéjares que vivían bajo dominio cristiano preservando su religión a cambio de pagar una serie de tributos. En el reino de Valencia florecieron importantes comunidades mudéjares ante el interés crematístico del rey y otros señores, pero la animadversión de no escasos cristianos, el mesianismo cristiano que quería convertir nuestro reino en la primera etapa de la reconquista del Norte de África y Tierra Santa, y el temor más o menos fundado a un levantamiento islámico (auxiliado por las potencias musulmanas) violentaron tal coexistencia. Durante las Germanías (1519/22) los insurrectos bautizaron a la fuerza a no pocos mudéjares, aprovechando su posicionamiento en el bando señorial. La Iglesia validó en 1526 estas más que discutibles acciones, envenenando el problema morisco. La complicada e insuficiente catequización no gozó de buena acogida entre ellos, hundiendo las ilusiones de los eclesiásticos más optimistas.

Los cristianos nuevos estaban tan separados de los viejos como sus antecesores mudéjares. El enfrentamiento contra el Imperio otomano, el grave alzamiento morisco en el reino de Granada (1568/70) y las tensiones vinculadas a su fuerte crecimiento demográfico agravaron la fractura. La expulsión sólo era una cuestión de oportunidad y tiempo en el ocaso del XVI. La resistencia morisca a actualizar sus obligaciones señoriales, que tanto padecieron nobles como el conde de Cocentaina, y la pacificación internacional conseguida por el gobierno de Felipe III (suspendiendo hostilidades formales con Inglaterra en 1604 y con la república holandesa en 1609) quebrantaron resistencia y liberaron tropas para ejecutarla. Se comenzaría por el reino valenciano dada su fuerte presencia morisca, y a Alicante se designaría uno de sus puertos de embarque.

El puerto de salida de Alicante.

En el mapa del Imperio español Alicante acreció su protagonismo en el último tercio del XVI. Su ubicación, sus defensas coronadas por el castillo del Benacantil, la moderación de sus derechos portuarios (tan deplorada por sus competidores) y el peso de su colonia genovesa la erigieron en un valioso punto de tránsito de las lanas castellanas con destino a Italia, sin que el corso musulmán lo impidiera. Las luchas de los Países Bajos e Inglaterra menoscabaron las rutas imperiales atlánticas en provecho de las mediterráneas. Nuestra ciudad supo aprovechar la ocasión construyendo desde 1579 el gran fertilizador de su rentable huerta, el pantano de Tibi.

La preparación de la expulsión.

Los primeros planes son muy anteriores a 1609. En 1577 el virrey Vespasiano Gonzaga apuntó la conveniencia de principiar la expulsión por Valencia, apostando fuerzas en la raya de Castilla para no agotar las provisiones del reino, sirviéndose de la asistencia armada de sus naturales cristianos y desplegando las armadas para evitar un contragolpe turco. Su viabilidad estribaba en la abundante disposición de tropas al temerse una resistencia tan enconada como la granadina.

En la primavera de 1609 tal presupuesto se cumplía, y se actuó sigilosamente. Iniciado mayo se avisó a los virreyes y gobernadores de Italia para aprestar sus fuerzas, partiendo a finales de julio para concentrarse en Mallorca el quince de agosto. Los caballos ligeros de la Guardia de Castilla se desplegaron en la frontera del reino. Se hizo provisión de bizcocho en Alicante, Cartagena y Barcelona. El supremo mando militar de la operación se confió confidencialmente en Segovia al veterano don Agustín Mejía. Participó tal general en el castigo de las alteraciones aragonesas en 1591/92. Se trasladó en 1593 al frente de su Tercio a Flandes, viviendo el delicado final del reinado de Felipe II. Se le relegó en 1603 en el ejercicio del mando de la caballería por Luis de Velasco, al que el Archiduque Alberto culpó del desastre de Sluis. En consecuencia las preferencias archiducales le auparon desde el gobierno de Amberes a la dignidad de Maestre de Campo General en 1604. Sin embargo, el más combativo y osado Spínola lo sustituyó en 1605, siendo llamado a la Corte. Durante las jornadas de la expulsión se condujo con prudencia, sin arriesgar un enfrentamiento directo improcedente. Prefirió la rendición calculada a la incierta promesa de victoria aniquiladora, y en su economía de fuerzas forjada en la escuela de los Países Bajos cabía la consideración a los naturales del reino sin ceder a sus impulsos más furiosos. Gracias a él la campaña de Laguar  no degeneró en un brutal reguero de acciones guerrilleras sin más horizonte que el exterminio del contrario. Mejía supo extraer conclusiones de sus años en el frente, y en el Consejo de Guerra abogó de 1611 a 1620 por reducir el número de galeras en la armada y el de su infantería asignada, por defender las aportaciones militares provinciales, y por negar el mando a los asentistas o contratistas militares. La modesta campaña de Laguar ayudó a la maduración de ideas que eclosionarían bajo el conde-duque de Olivares.

Con los ejércitos aprestados y las resistencias nobiliarias aplacadas tras tensísimas reuniones, el virrey (el marqués de Caracena) hizo público el decreto de expulsión con pompa un 22 de septiembre de 1609.

Los primeros expulsados salen de Alicante.

En tal día fondeaban en nuestro puerto las escuadras de galeras de Portugal, Nápoles, Sicilia, del genovés duque de Tursis y la armada del Océano comandada por don Luis Fajardo. Contaban con los efectivos de los Tercios de Lombardía, Sicilia y Galeones, sobrepasando con creces los 9.000 hombres, que se alojaron en nuestra ciudad y su término, algo impensable sin los preparativos adecuados. Se aplicó con fortuna el sistema de étapes del Camino Español a Flandes, beneficiándose Alicante de la provisión de alimentos y servicios a las tropas del rey, pese a que Maltés y López sostuvieron en el siglo siguiente que los módicos precios se consiguieron sacrificando la recaudación de las sisas y otros derechos ciudadanos.

Tal despliegue se aconsejaba para evitar disturbios y garantizar la tranquilidad de la embarcación de los moriscos. Alicante llegó a alzar tres compañías suplementarias de vigilancia. La inquietud no era infundada, pues excepto los del marquesado de Elche los moriscos del reino desde Albaida tenían que acudir a embarcar a nuestro puerto. Finalmente por aquí marcharon 45.800 de los 150.000 de todo el reino, comisionándose para supervisarlo al hermano del conde de Buñol, don Baltasar Mercader. Los caminos hacia Alicante se asemejaban hormigueros y por sus calles no se podía dar un paso.

Los moriscos aceptaron su extrañamiento. Figuras como la del alfaquí de Alberic la reputaron de magnífica oportunidad para vivir sin más inhibiciones su auténtica fe, siguiendo las indicaciones ortodoxas de abandonar los países infieles. Tal actitud ya se había visto abonada por la marcha de muchos de ellos al Norte de África en naves argelinas desde 1526. Los coetáneos coincidían en su vigorosa identidad islámica, particularmente de los valencianos, y no pocos se sentirían aliviados de dejar atrás una atmósfera agobiante. Escolano refiere que hubo incluso uno que se casó con su propia hija en el puerto alicantino, anécdota que contiene su buena dosis de exageración malévola pero que nos muestra la pretensión de los moriscos de no continuar ocultándose.

La situación se violenta.

La expulsión distó de ser una completa operación pacífica, y maledicencias y odios acumulados la tensionaron gratuitamente. El morisco Alberic se encaró al Algemesí cristiano en el primero de un reguero de incidentes que ensombrecieron el reino. Algunos cristianos temían una rebelión inminente y otros codiciaban los fabulosos tesoros que los moros se llevaban consigo. La presunción y la codicia cargaron las armas del prejuicio. Al arribar las primeras noticias de los maltratos y expolios de la soldadesca en Orán, tan cercana a Alicante, varios grupos moriscos se negaron a dejarse conducir al embarque.

En la Vall de Alcalà arrojaron al alcaide del señor cristiano. Los moriscos de la contribución de Pego y de los valles de Gallinera, Laguar, Ebo y Guadalest se sumaron al movimiento. El 24 de octubre los de Jalón abandonaron sus moradas tras profanar las imágenes cristianas y llevarse el cereal del señor y el de la primicia, escenas ya experimentadas en las tierras granadinas de 1568. La montaña alicantina bullía en rebelión. Jaime de Calatayud, asistido por arcabuceros de la huerta de Alicante, aguantó con temple el asedio de su castillo de Sella. La villa cristiana de Murla, separada de su arrabal morisco, yacía aislada en un mar islámico como si, al decir de Escolano, se encontrara transportada a las profundidades de Argel.

Tras explorar otros puntos los moriscos ascendieron a Laguar el 27 de octubre, y más concretamente al castillo de Pop, en el tossal de la silla del Cavall Verd, con acémilas escoltadas. Paralelamente se había forjado un segundo núcleo de sedición en la Vall de Ayora, Cortes y Millás.

Un territorio morisco.

La ceja penibética de la actual provincia alicantina alentó la valiente resistencia de Al-Azraq contra Jaime I, alrededor de Alcalà, y atrajo desde finales del siglo XIII una vigorosa colonización mudéjar. Ciertos estrategas de la Granada nazarí del XIV la consideraron una excelente cabeza de puente para una reconquista islámica, pero ni los dirigentes mudéjares ni las personas del común se sumaron a ninguna aventura política seria, decantándose por preservar su estatus.

Surcada por varios valles, se repartían esta área varios señores a comienzos del XVII. Los Corella eran condes del estado de Cocentaina, la Orden de Montesa señoreaba la Vall de Perputxent, los Cárdenas (marqueses de Elche) dominaban Planes, los Cardona (marqueses de Guadalest) los valles de Travadell y Seta, la baronía de Polop y Ondara (segregándose de sus dominios Ondara y Benidoleig en provecho de los Mendoza por vía matrimonial), Pedro Franqueza (el hombre de confianza del duque de Lerma) se hizo con el señorío de Villalonga, los Català de Valeriola gozaban de Alcalà, los Borja de Ebo, Laguar y Gallinera, y el marquesado de Denia era señorío de la familia del duque de Lerma (valido de Felipe III), los Sandoval. Tal geografía señorial se completaba con la de los pequeños señores de vasallos, acogidos a la jurisdicción suprema de los estados más grandes pero capacitados para dictar penas menores.

Sus vasallos moriscos, que habían experimentado un vigoroso aumento poblacional en el último tercio del XVI, se repartían entre las numerosas alquerías de tales valles y baronías, dependiendo a veces de un núcleo cristiano (como las villas de Cocentaina o Murla) dotado de un arrabal morisco. La forzada conversión no les ahorró tributar los tradicionales impuestos de los mudéjares, si bien su obsolescencia en forma de rentas fijas los preservó de la voracidad recaudatoria de los señores, muy impulsada por la subida de precios. Autores como Eugeni Ciscar descubrieron aquí la razón que alteró el parecer de los nobles contrarios a la expulsión, espoleados por el afán de actualizar sus rentas.

Los moriscos, al igual que los de Granada, buscaron el refugio de los peñones de las sierras. Los de Almudaina de Planes no alcanzaron el castillo de Serrella a causa de los alcoyanos dispuestos en el paso de Gorga. Muchos se acogieron al pie de la sierra en Castell de Castells, asolando su iglesia. Al no contar con suficientes defensas, marcharon a Ayalt, donde sus pozos no bastaron a calmar su sed. Finalmente el epicentro de la insurrección se focalizó en la Vall de Laguar (o de Lahuar o Alahuar), arquetípica tierra morisca. Se extiende de Norte a Sur desde el Barranc de l´Infern a la serranía de Laguar, y de Este a Oeste desde los confines del marquesado de Denia a la altiplanicie de les Gargues, descendente al Mediodía hacia el Pla de Petracos. Se enclavaban de Norte a Sur las alquerías de Benimaurell, Fleix (o Al-Fleix/Alfeche) y Campell (o Campsiel). Asimismo disponía de fortalezas naturales bien talladas por el terreno: la de las Atzabaras o de Laguar, la de Orba y la del castillo de Pop o del tossal de la Silla del Cavall Verd. Ésta lindaba con la Vall de Pop y se caracterizaba por disponer de dos picos de altura desigual, mirando a Levante hacia la Murla cristiana y a la Laguar morisca a Poniente. Los moriscos alimentaron la creencia, según el dominico Jaime Bleda, que la forma del tossal se debía a que allí desapareció la cabalgadura del gran rival de Jaime I Alfatimí, mitificación del histórico Al- Azraq, esperando su retorno victorioso. Un cierto mesianismo animó a los moriscos.

La preparación para la lucha.

Los alzados no podían confiar meramente en ayudas sobrenaturales, máxime cuando su cifra desbordaba las 20.000 personas según Escolano, elevándolas a 10.000 más otras relaciones de los sucesos. De tales sólo 8.000 eran varones en condiciones de combatir. La reducida cincuentena de familias moriscas de Laguar se encontró desbordada por semejante alud humano. Se dotaron de una jefatura ad hoc, un régulo en palabras de los cronistas cristianos. Desconocemos como se eligió o impuso en tal posición Milleni de Guadalest. Quizá procedente de la morisca Millena, Escolano nos brinda algunos apuntes sobre él. Era un molinero de unos cincuenta años que se dedicaba algunos meses del año al esquileo de ovejas. Sería un hombre maduro y emprendedor que encajaría  entre los prohombres de las comunidades moriscas locales, els vells de otros tiempos. Sintomáticamente ningún alfaquí se puso al frente de la revuelta.

Que los moriscos no se encontraban disociados del ambiente cristiano dominante lo acredita la organización de sus fuerzas. Asesoraba al rey de Laguar un Consejo de Guerra, encomendando el generalato a un Maestre de Campo (singularizado por su blanca garnacha). La cadena de mando en cada sector comprendía un maestre de menor rango, un capitán, un alferez y un sargento. Los recién llegados nutrieron cinco compañías suplementarias. La disciplina se aplicaba con rigor al estilo del fuero de Argel, a golpes de espada. Tal ordenamiento se enfrentó a la acuciante carencia de armas de fuego, reuniéndose no más de quinientas entre pedrenyals, pistolas y escopetas, con escasos arcabuces y sólo dos mosquetes. De Aragón procedía el fabricante de pólvora Tagarino (de tagr o frontera), y un cerrajero que componía con poca fortuna los cañones que reventaban a menudo. Por otra parte, el hacinamiento sobre el terreno no se palió edificando cabañas ni ocupando las cuevas, dejándose sentir en les Gargues tal saturación.

Mientras, don Agustín Mejía desplegó con cautela sus tropas, sin pretender desencadenar una reacción morisca aún más furibunda. Dispuso tres compañías del Tercio de Nápoles en Xàbia, Benissa y Teulada, y después avanzó desde las dos últimas 60 soldados a la amenazada Murla, completándolo con la ubicación en Pego de la compañía de Xàbia y de 50 hombres en el fuerte del Bèrnia. Se pretendía yugular toda ayuda berberisca desde el litoral e inducir a los moriscos a la capitulación. Sin embargo no se disuadió la ocupación de Pop, y los Tercios de Sicilia y Galeones tuvieron que partir desde Alicante hacia Callosa y el castillo de Guadalest. Los moriscos lanzaron bravatas a sus adversarios sin la que la rendición llegara. Visto el panorama Mejía convocó a las milicias del Sur del reino.

La milicia municipal de Alicante.

Desde su fundación en el siglo XIII nuestros municipios gozaron de los reyes del reconocimiento a la autodefensa, participando activamente en las campañas en defensa del reino. Cada localidad puso en pie su propia hueste o milicia. Adecenarse u ordenarse en decenas fue sinónimo de disponer en orden de combate a todos los varones en edad militar. Para prevenir movilizaciones subversivas el permiso del rey o de su representante territorial era obligado. Los municipios mantenían acuerdos de asistencia militar entre sí en no pocas ocasiones. En 1555 Játiva requirió la de Alicante para enfrentarse al desafiante señor de Barxeta, que alzó jurisdicción suprema en este lugar de la contribución territorial de aquella ciudad. Los 400 hombres ofertados y pagados por Alicante no llegaron a actuar al resolverse antes el contencioso.

 Tras la Guerra de las Germanías nuestra milicia se enfrentó particularmente a la amenaza del corso berberisco, bregando exitosamente con el desafío de la modernización organizativa y armamentística. Además de adoptar arcabuces mayoritariamente, arrinconando de una vez por todas a las ballestas aún presentes en 1550, se tomó como referente organizativo la estructura del Tercio. Cada  compañía (de más de cien hombres) era regida por un capitán a las órdenes de un cabo, de un sargento mayor y de un maestre. En Flandes un Tercio se componía de doce compañías (de unos 250 soldados) gobernadas por un estado coronel encabezado por un maestre de campo (el coronel y capitán de la primera compañía) y por un sargento mayor (capitán de la segunda compañía).

En el alarde o revista militar del 20 de agosto de 1609 del maestre de campo Francisco Miranda, comisionado por el virrey, se constató que nuestra ciudad disponía de nueve compañías, que se repartían mil hombres, mil arcabuces y diecinueve piezas de artillería. Las universidades de Muchamiel y San Juan (segregadas de Alicante en 1580 y 1593 respectivamente) contaban con 4 compañías, 400 hombres y 430 arcabuces, y con una compañía de 115 provistos de arcabuz. La habilidosa fama de los arcabuceros de nuestra huerta dimanaba de la acuciante necesidad de plantar cara a las incursiones corsarias, permitiendo a sus naturales el porte expreso de armas.

Pese al tirón de orejas del 20 de octubre de 1566 a los prohombres que no mantenían la preceptiva montura armada con lanza y adarga, amenazando el comisionado Juan Ribera con desinsacularlos o privarlos del acceso a los oficios municipales, los alicantinos eran varones de temple, aprestados al ejercicio de las armas. No pocos escogieron la carrera militar. La ética caballeresca de las familias de la aristocracia local, ansiosas de obtener mercedes reales a través del servicio en la guerra, orientó los pasos de varios alicantinos a lo largo y ancho del imperio. En Lepanto combatieron Miguel Pascual, Jaime Peres, Antonio Venrell y Luis Berenguer de Muchamiel. Miguel Bendicho, tío del afamado cronista barroco, participó en las guerras de religión francesas. El caballero de Montesa don Juan Fernández de Mesa descolló en los galeones fondeados en el Cádiz atacado por los ingleses (1596). Ante el riesgo de nuevas incursiones inglesas el general de la Carrera de Indias don Francisco Coloma fue designado capitán de Alicante. Francisco Berenguer, pariente del citado Luis, sobresalió en la defensa de Sella ante los moriscos, alcanzando más tarde la capitanía de coraceros como caballero del duque de Frías en el socorro de las Alsacias durante la Guerra de los Treinta Años. En el Tercio de la Lombardía militó el caballero don Bartolomé Martínez Clavero.

La amenaza otomana conservó no poco de la atmósfera de la añeja frontera medieval. El toque de rebato ante sus asaltos sonó más de una vez en 1585/86, años después de la supuesta desactivación mediterránea tras Lepanto. Cuando en 1597 desembarcara en un paraje del término ilicitano un comando de berberiscos, las fuerzas locales les sorprendieron, obligándoles a refugiarse en la serranía entre Agost y Tibi. Aniquilados tras un reñido combate, sus cabezas se expusieron en nuestra Calle Mayor, insertas en puntas de lanza o colgadas de arcabuces, signo de un tiempo que no se resignaba a desaparecer, cuando los municipios pagaban a los rastreadores por las cabezas de moros enemigos. No en vano cuando en la Denia de 1599 presentaron sus respetos a Felipe III los caballeros Jaime Pascual y Cristóbal Mingot vestían a la turquesca, al igual que sus servidores y marineros. Y en 1609 la frontera abrasaba.

La marcha a Laguar.

El 17 de noviembre partió de Alicante el servicio requerido por Mejía. De sus nuevas compañías milicianas, nuestra ciudad envió dos bajo el mando de don Bernardo Mingot y de don Juan Bautista Canicia de Franquí, buenos exponentes de la aristocracia alicantina, pues los dos merecieron su insaculación en la bolsa de caballeros en 1600. El primero formaba parte de un linaje de raigambre catalana que ejerció el justiciazgo en varias ocasiones (el propio don Bernardo en 1597), y el segundo de una de ennoblecidos negociantes genoveses que entroncaron con los Martínez de Vera, señores de Busot. Don Juan Bautista fue el síndico de la ciudad en las nupcias del rey celebradas en valencia en 1599, lo que le ocasionó no pocos dispendios.

Las universidades de Muchamiel y San Juan, subordinadas a la suprema jurisdicción criminal de Alicante, contribuyeron cada una con una compañía. Capitaneaba la de San Juan Esteban Briones, cuya familia tenía su origen en Cuenca, y la de Muchamiel Baltasar Berenguer, acompañándole treinta y cinco parientes de su combativa familia.

El mando de toda esta fuerza correspondió a otro Mingot, don Antonio, en calidad de sargento mayor. Los gastos corrieron a cargo de la administración real. En la posición de Castell de Castells los nuestros se unieron a los de Elche, Jijona, Alcoy, Cocentaina, Bocairente, Bihar, Onil, Castalla, Villajoyosa, Denia, Xàbea y Gandia. El 21 de noviembre el Maestre de Campo General ordenó el comienzo del ataque.

Ataque a las posiciones moriscas.

La orden se formuló de madrugada, con un tiempo frío y lluvioso digno del otoño mediterráneo de la Pequeña Edad de Hielo. Encomendados a Dios, las tropas marcharon silenciosamente en columna, enfundando con cañas las mechas de sus arcabuces. Al alba se arribó a Petracos, y el ejército se dividió en tres mangas. Los alicantinos formaron junto a los de Gandía, acometiendo la trinchera de los moriscos, desalojándolos de las Atzabaras hasta retroceder al pie del castillo de Pop, donde los nuestros enlazaron con los montañeses de Cocentaina y Jijona que descendían de las elevaciones.

Ante el cansancio de la jornada, con adversas condiciones meteorológicas, Mejía detuvo el avance ante la Silla del Cavall Verd. Cuando los milicianos se apoderaban de los despojos de la lucha, encajaron una brava acometida morisca, finalmente fracasada. Vista la situación el general no arriesgó otro ataque frontal contra las posiciones moriscas, decantándose por cercarlas. Emplazó dos compañías en el piedemonte del castillo de Pop, y las fuerzas restantes aguardaron en Laguar. La clave radicó en la ocupación por veinte guardias viejos de cada una de las seis fuentes del peñón más elevado de la Silla. La sed atormentaría a los asediados moriscos.

Se acaba la resistencia morisca.

En el transcurso de la acción cayó Milleni, escogiéndose infructuosamente a otros de mando fugaz y desafortunado. El postrer rey de Laguar fue un tal Ybaxan, enfrentado a una inevitable rendición el 29 de noviembre.

Pese a que la cifra de bajas no resultó alta (unas 600), el estado de los moriscos era a todas luces deplorable. El desánimo se apoderó de muchos, y las supersticiones hicieron mella. Alguna mujer dijo haber contemplado a la mismísima Virgen María espada en mano conduciendo a los asaltantes. Quizá deseara congraciarse con los vencedores o explicarse la derrota de los suyos. Ciertos padres llegaron a vender a sus hijos, convirtiéndose muchos moriscos en botín de guerra de soldados y milicianos, que se negaron a manifestarlos o declararlos ante las autoridades, malversando los escrúpulos de no expulsar a los menores aún no evangelizados.

A Ybaxan se le deparaba el castigo ejemplarizante del caudillo de Cortes Turígit, agarrotado y descuartizado ceremonialmente en Valencia, disponiendo en el Portal de San Vicente su cabeza con una corona de hierro hacia abajo. Sin embargo, al salir de Alicante hacia Valencia murió de inanición. Sus hijos y hermanos terminaron remando en galeras.

Orgullo y cautiverio.

Los supervivientes a las adversidades abandonaron las tierras de sus mayores desde Alicante. A nuestros ojos de poco nos podemos congratular, pero en el XVII las cosas merecían otro juicio. En 1640 Bendicho celebró la expulsión y la campaña de Laguar, en una Alicante poco afectada por el extrañamiento morisco en vivo contraste con otras comarcas del reino, sin plañirse de las consecuencias materiales como Escolano y una legión de historiadores actuales.

Aunque otras relaciones destacarían la bravura de otras milicias, como las de Biar, Mejía confirmaría los juicios elogiosos sobre los nuestros. Mantuvo que de conocer la pericia militar de los hombres de las milicias, el rey podía haberse ahorrado cuantiosas sumas. Hemos de tratar con suma prudencia tales halagos calculados y saturados de segundas intenciones, si bien los coetáneos los valoraban extraordinariamente al acreditar el valor y la fidelidad de la república de la ciudad de Alicante en defensa del rey, cualidades muy destacadas en la sociedad de honor del Barroco. De este mecanismo abusaría la monarquía en el Seiscientos, cargando sobre nuestro municipio unos compromisos militares excesivos para sus fuerzas, según acreditaría el bombardeo francés de 1691.

Si la expulsión morisca y la campaña de Laguar fueron los primeros episodios del Alicante del XVII como destacada plaza de armas de una monarquía con compromisos globales, también resultó el canto del cisne de la frontera medieval atenta a la amenaza del Islam peninsular y enredada en el tráfico ilegal de esclavos. De los 110 menores registrados en Alicante tras la expulsión, 50 procedían de Laguar. Las populares fiestas de moros y cristianos entre otras cosas nos recuerdan que la guerra no era ajena a la manera de vivir de los alicantinos de hace cuatro siglos.

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